Frontera

Noches de colapso y sobreprecios en San Antonio del Táchira

23 de diciembre de 2019

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El puente internacional Simón Bolívar, la avenida Venezuela y la vía que conecta al terminal de pasajeros con Peracal, son zonas intransitables después de las 6:00 p.m. Más de 20.000 ciudadanos están arribando, a diario, al terminal de pasajeros de San Antonio del Táchira.

Se ha incrementado el número de carros particulares, utilizados para el rebusque en carreras, a corta y larga distancia.


Jonathan Maldonado

La época decembrina ha provocado colapsos en varias zonas de la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira. Cerca de la 6:00 p.m., sin importar el día, el puente internacional Simón Bolívar comienza a lucir abarrotado en el canal de retorno a Venezuela; incluso, se han registrado momentos en los que ambos carriles son usados para regresar, pues la marea humana fácilmente se desborda.

Esta escena se extiende hasta la concurrida avenida Venezuela y toma el terminal de pasajeros de la ciudad. Es allí, en ese puerto, donde la mayoría de ciudadanos converge en busca de pasajes para retornar a sus ciudades de origen. Otros, con distancias más cortas por recorrer, prefieren hallar alternativas una vez pasan por los puntos de control venezolanos.

“Carrito para San Cristóbal”, “carrito para Rubio”, “hay puestos para el terminal”, son parte de las frases que retumban en los oídos de los ciudadanos que ingresan a San Antonio, ya entrada la noche. Es en ese instante cuando muchos conductores suelen jugar con los precios, pues gran parte de los pasajeros, ante el cansancio, solo anhelan un puesto para posar su humanidad.

15.000 pesos, como mínimo, es la tarifa que reina en las noches para San Cristóbal. En el día, esos mismos conductores, cobran entre 10.000 a 12.000 pesos, por el mismo trayecto. En definitiva, la hora está influyendo en las cotizaciones de los pasajes de los llamados “carritos por puesto”.

El puente binacional Simón Bolívar es pequeño en las noches, para tanta gente que regresa de Cúcuta.
El puente binacional Simón Bolívar es pequeño en las noches, para tanta gente que regresa de Cúcuta.

Las camionetas también están haciendo su “aguinaldo”. En la parte de atrás, destapada, suelen acomodarse hasta 10 personas, con sus respectivos bultos o maletas. El trayecto que hacen es corto: desde las adyacencias de la avenida hasta el terminal de San Antonio, una ruta en la que solo invierten entre 10 y 15 minutos. Cada pasajero suele pagar 5.000 pesos.

Los precios, como ya es habitual en la zona de frontera, se dan en moneda colombiana. En las conversaciones, entre cliente y conductor, no se asoma la palabra bolívares. Muy pocos la usan. En sí, representa la última opción para quienes hacen vida en la zona, debido a la nulidad de su valor.

En varios puntos estratégicos, la GNB y la policía se despliegan para tratar de garantizar tanto el orden de vehículos como el de peatones. En muchas ocasiones, ante la avalancha de gente, se torna difícil mantener el control de una ciudad cuyo abarrotamiento refleja las dimensiones de la crisis que atraviesa la nación.

“No nos queda de otra”

Eran cerca de las 7:30 p.m., cuando Consuelo Mora acababa de arribar a San Antonio, tras haber pasado casi ocho horas en la ciudad de Cúcuta. “Vine por varias diligencias. Debía aprovechar el día y, como estoy acompañada, no me da miedo regresar a esta hora”, soltó al tiempo que resaltó: “ahora nos toca buscar el carrito que nos lleve”.

Mora es de la Ciudad de la Cordialidad, como también se le conoce a la capital del Táchira. Su sobrina intenta apurar el paso mientras la tía termina de declarar. “Hay que andar muy alerta para evitar perder las cosas. Por la fecha, aumentan los amigos de lo ajeno. Gracias a Dios, las veces que he venido, me ha ido muy bien”, refirió mientras se persignaba como señal de agradecimiento.

La sexagenaria logró comprar las medicinas de su esposo y los productos de aseo personal. «Uno se siente bien cuando llega a Cúcuta y se encuentra con tantos supermercados, todos full de productos. Solo hace falta mucho dinero para llevar de todo. Así éramos antes en Venezuela, teníamos de más; ahora provoca sentarse a llorar”, evocó la dama.

Mora recibirá la Navidad y el Año Nuevo alejada de dos de sus tres hijos. “Da mucha nostalgia”, dijo con su voz algo quebrada por la emoción que le produce hablar de ellos. “Hace cuatro años migraron a Chile. Yo he ido en dos oportunidades a verlos. Aunque ellos me dicen que me quede, no me veo viviendo allá”, aseguró.

Viajeros del reencuentro

En La Parada, Colombia, las agencias de viajes terrestres registran gran número de ciudadanos con intenciones de pasar la Nochebuena en el regazo de quienes dejaron a Venezuela hace ya algunos años. La emoción se nota en los rostros de quienes se aventuran, por unos días, a otras tierras.

Los viajeros del reencuentro abundan en estos espacios a la espera de que su unidad tome camino. A simple vista, se pueden confundir con un migrante más. Sus maletas y nacionalidad dan para pensar en ese punto, pero, en realidad, sus objetivos están unidos a la necesidad de abrazar a ese ser que la crisis país ha distanciado.

En las historias de los padres impera la fe de que sus vástagos, algún día, regresen a la nación del oro negro. Ese anhelo sigue intacto, pese a los años que han pasado y a las raíces que ya muchos han echado en tierras foráneas.

«Mi corazón está regado”

Cuando Miriam Montero, de 55 años, decidió dar su relato, su rostro reflejaba el cansancio de casi tres días de viaje. Vive en Caicara del Orinoco, capital del municipio Cedeño, en el estado Bolívar. De allí, emprendió camino a la frontera de San Antonio del Táchira, un viaje largo pero con sabor dulce, pues significa volver a ver a tres de sus cinco hijos.

Sus tres retoños están en Medellín, Colombia. Ese es el destino tras tantos kilómetros recorridos en autobús. Minutos antes de emprender su viaje a la ciudad neogranadina, el pasado martes, dio los detalles de la emoción que la invadía, pues, luego de dos años, volvería a ver a sus vástagos y a tres nietos.

“Estoy yendo a pasar esta época de Navidad con mis hijos, que son colombianos naturalizados por su papá. Ellos trabajan en Medellín. Allá voy a llegar para abrazarlos, compartir con ellos muchas cosas, para darnos un poco de amor, que es lo que debe reinar, sobre todo en este mes”, describió con la mirada fija en el futuro inmediato, en el reencuentro deseado.

Aunque Montero daría todo por ver retornar a sus hijos, es consciente de que las condiciones actuales de Venezuela no son las mejores. “Quizá más adelante, si las cosas se arreglan. Uno, como madre, no puede cortarles las alas a sus hijos, hay que dejar que vuelen, que hagan sus vidas, así como nosotros hicimos la nuestra”, reflexionó.

Para la dama, evocar lo que se vive en Caicara es traer a colación temas tan álgidos como la escasez de medicinas y alimentos. “La situación está muy dura en mi pueblo. La ciudad ha sido muy buena, es pesquera. Estamos frente al inmenso Orinoco”, esbozó orgullosa de sus raíces, de esas huellas que sus parientes han tratado de mantener en la distancia.

El dolor, desde la partida de sus hijos, siempre ha estado presente en el corazón de Montero. “Mi corazón y amor están regados. También tengo un hijo en Santo André. Es científico y está becado por la Organización de Estados Americanos (OEA)”, soltó en un tono que develaba la satisfacción por el trabajo que ha realizado como progenitora.

“Da dolor ver aún tanta migración”

En la sala de espera donde se hallaba Carmen Zambrano, de 52 años, pululaban las maletas. Las de ellas eran varias, pero sin intenciones migratorias. Su afán por dejar San Casimiro, en Aragua, por dos meses, es el estado de gravidez de su hija. Ella quiere llegar a tiempo para el parto, ayudarla en todo el proceso y atenderla durante la dieta.

“Da dolor ver aún tanta migración”, decía mientras miraba a su lado y palpaba la situación de otros grupos. “Yo vuelvo, Dios mediante”, soltó quien tenía comprado su boleto a Boyacá, donde reside actualmente su hija, quien, frente al panorama de Venezuela, tuvo que migrar para perseguir un futuro más estable.

Sin embargo, Zambrano aclaró que la situación en Colombia también es compleja. “Aquí hay que trabajar fuerte. Lo bueno es que se puede comer bien”, indicó con la fe de que las cosas en su nación van a dar un giro en positivo. “Que sea Él (Dios), quien haga algo”, pidió.

El viaje, desde su zona hasta la frontera, fue de más de 20 horas. “No hubo inconvenientes, ya que solo nos bajaron en una alcabala para revisarnos maletas. Lo malo fue el tiempo, pues se tardó mucho para llegar a San Antonio; me imagino que fue por las colas en el camino”, señaló.

“En mi pueblo todo está carísimo. Además, no se consigue trabajo”, lamentó Zambrano, al tiempo que describía el desespero de la gente al no tener con qué comer. “Todo se ha vuelto muy difícil”, sentenció mientras se cercioraba de la hora en su celular.

Su sobrino, un adolescente que no llega a los 18 años, la acompañó en esta travesía. “Lo más seguro es que él se quede, trabajando, para mandarle a su mamá”, aseguró la dama al señalar a su pariente. “Yo sí me vengo, pero en dos meses, aproximadamente”, apuntó.

“Mis hijos me están esperando”

Cuando los hijos de Rafael Salazar le asomaron la idea de pasar Navidad en Bogotá, Colombia, el caballero, de 71 años, titubeó. Primero, porque nunca ha experimentado esta época fuera de su casa y, segundo, porque siempre ha sido apegado a sus raíces, sus tradiciones.

Con los días, vio en el viaje una oportunidad para el reencuentro y para conocer otras tierras, ya que es la primera vez que visita Colombia. “También es la primera vez que estoy en la frontera”, dijo con una sonrisa que evidenciaba su emoción. “Me quedé abismado con tanta gente cruzando el puente”, destacó con una mirada saltona, producto de su sorpresa.

“Ellos me están esperando”, recalcó el septuagenario, proveniente de Cúa, estado Miranda. “Allá, trabajo como vendedor ambulante, donde he vendido de todo. En estos momentos solo ofrezco lentes”, precisó mientras dejaba por sentado que las ventas han bajado considerablemente en los últimos meses.

Por la mente de Salazar no ha pasado la idea de migrar; sin embargo, no es esquivo a probar unos meses, si ve que se le presenta alguna opción de trabajo. “Luego regresaría a mi tierra”, enfatizó a modo de especulación pues, por los momentos, su plan está centrado en disfrutar de la capital colombiana.

“Estoy esperando que me llegue un dinero que me van a girar para poder comprar los pasajes”, reconoció Rafael Salazar, quien decidió hacer el viaje en compañía de una de sus hijas. “En Bogotá están dos de mis seis hijos. Los otros cuatro aún viven en Venezuela”, remarcó a modo de colofón.

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