Nacional

El dinero no basta en una crisis a la que ningún venezolano escapa

23 de mayo de 2019

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(Caracas/AFP) Judith sufre porque sus hijos pasan hambre; Isabel teme no hallar medicamentos para su bebé; Elizabeth siente que ha criado a sus niños en una “burbuja”. Se tenga o no dinero, la crisis de Venezuela reparte angustias para todos.

Aquí los testimonios de tres madres -con marcados contrastes sociales- sobre cómo viven sus familias la peor debacle que haya conocido el país petrolero en su historia moderna.

– “Haciendo milagros” –

De niña quería ser arquitecta, pero Judith Saracual fue madre muy joven. A sus 45 años tiene cinco hijos.

En un endeble rancho, al borde de un cerro de Caracas, peina a sus hijas menores para enviarlas al colegio.

Quiere que salgan de la pobreza, que golpeaba a 51% de los hogares y obligaba a un cuarto de la población a ingerir dos o menos comidas diarias en 2018, según un estudio de las principales universidades del país.

En un viejo colchón tendido sobre cajas de refresco vacías, las niñas de nueve y once años planchan el uniforme. Se resiste a que dejen de estudiar, aunque muchas veces se vayan sin comer.

“Estamos haciendo milagros para sobrevivir”, relata la delgada y envejecida mujer.

En el hogar faltan paredes y el techo está lleno de agujeros y abolladuras. En un refrigerador dañado y sin puerta almacena botellas de agua y un puñado de frijoles y harina. “Llevamos 12 años viviendo como nómadas”, afirma.

En el reducido espacio en Petare, la favela más grande de Venezuela, crían un pollo dentro de una jaula. Eran dos, el otro se lo comieron aún pequeño. “Teníamos hambre”, dice.

Junto con su esposo se ganan la vida cuidando motos en un centro comercial, pero con una inflación que según el FMI trepará a 10.000.000% en 2019, el dinero se evapora. Los bonos y mercados que entrega el gobierno resultan insuficientes.

Su hija mayor quiere ser maestra, la otra diseñadora y la más pequeña, doctora. Lo más difícil para alcanzar sus metas “es la alimentación”, sostiene Judith.

– “A lo mejor me toca irme” –

Tener poder adquisitivo no basta para vivir bien en Venezuela. Isabel Dávila, de 31 años, lo supo cuando su pequeña enfermó y tuvo que peregrinar por farmacias de Caracas buscando medicinas, escasas hasta en 85% según gremios.

Vive con su esposo, su hija de un año y su perro “Orión”, un Yorkshire Terrier, en una zona de clase media.

“Mi mayor temor es que mi hija pueda morir por falta de medicamentos (…), es una de las cosas que nos impulsaría a irnos”, dice sobre la perspectiva de sumarse a los tres millones de venezolanos que según la ONU emigraron desde 2015 por la crisis.

Desde su impecable apartamento con pisos y paredes blancas, se aprecia una panorámica del Ávila, imponente montaña que bordea Caracas.

Contadora y maquilladora profesional, confiesa que también la agobia la inseguridad, que ubica al país entre los más violentos de la región con una tasa de 89 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2018, según oenegés, aunque el gobierno de Nicolás Maduro reporta una media de 30 por cada 100.000.

Sus salidas se limitan al parque del edificio, donde interactúa con los dueños de otras mascotas. “Vives en zozobra y eso te afecta emocionalmente”, comenta.

Ni ella, ni su esposo, quieren formar parte de la diáspora. “Amamos el país, pero por nuestra hija nos va a tocar”, reflexiona.

– “Criados en una burbuja” –

Propietaria de una empresa turística, Elizabeth Klar, de 48 años, vive los efectos de cinco años de contracción económica con el dramático descenso de sus clientes, pero su mayor preocupación es la seguridad de sus hijos de 16, 14 y 12 años.

“Siento que tuve que criarlos en una burbuja”, confiesa desde su amplia casa en una exclusiva zona de Caracas.

Su recreación, por lo general, es en clubes privados. Es parte de la “burbuja”, admite.

Su otro espacio seguro es la casa. Por las tardes, tras la escuela, los chicos preparan galletas o maíz inflado de merienda.

“Mis hijos no se aburren, siempre tienen un plan”, cuenta Elizabeth, que decoró su casa con artesanías indígenas adquiridas durante sus viajes por Venezuela. “Es un espacio zen”, bromea.

Sus hijos estudian en un colegio internacional y hablan italiano, español e inglés.

Elizabeth trata de inculcarles sensibilidad. Un ejemplo es la adopción de “Capitán”, un perro mestizo que juguetea feliz en un patio tapizado por césped y grandes árboles.

“Mi mayor temor es su seguridad, que si salen a la calle les pase algo, y esa es una lotería muy fácil de ganar”, lamenta.

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