Pedro A. Parra *
A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte, me subyuga el tema de Cristo en la Cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La última vez, fui en compañía de un buen amigo mío. Al Cristo, ¡qué elección!, se le puede encontrar entre tuerzas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo; porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelo e inverosímil rastro que es la vida.
Pero, aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar allí al Cristo, ¡pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han enriquecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Visitamos únicamente dos o tres tiendas, y, andábamos por la tercera o cuarta. Epaaaa ¿quiere algo padre? Nooo, dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver. De pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, ví un Cristo sin cruz; iba a lanzarme sobre él, pero, frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero, esta misma circunstancia, me encadenó a Él; no sé por qué fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos… no¸ debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado; por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y, aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre; fíjese qué espléndida talla, que buena factura… ¡Pero…está tan rota, tan mutilada! No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador, amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo! Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos, pero… no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí, dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de Él, y, me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido: Tenga padre, lléveselo, por ser para usted –y conste que no gano nada -3000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya! El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio; yo, Sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo. Me estremecí de pronto: ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Y, me acordé de Judas… ¿No era aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero, cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en él y en nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Bien… cedimos los dos… lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones, y, en información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Arasena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de guerra. Apreté a mi Cristo con cariño… y, salí con él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara con mi Cristo; qué ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle: ¡Cristo!, ¡¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¡¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si le viera en mis manos?… ¿Se arrepintió?
¡Cállate! Me cortó una voz tajante. ¡Cállate!, preguntas demasiado! ¡¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡Cállate!, no me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo.
*Profesor