Opinión
El humo no piensa
lunes 15 diciembre, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
A la gente le gusta creer en lo invisible. No en lo que está oculto tras una pared o un bosque, sino en lo que, por definición, no tiene cuerpo, ni peso, ni forma. Se le ha llamado alma, espíritu, esencia… Palabras elegantes para decir: Hay algo en nosotros que no es materia, que flota, que sobrevive a la carne. Un consuelo ancestral. También, una ilusión persistente.
La filosofía materialista —que no tiene nada de cínica, aunque a veces incomode— rechaza esta idea. No porque le falte imaginación, sino porque exige rigor: Nada puede pensarse fuera del cuerpo sin caer en superstición. No hay “espíritu puro” escondido detrás de los ojos. No hay una “alma” que pilotee el cuerpo como si este fuera un auto. El ser humano no es un recipiente, sino un organismo complejo. Y lo que llamamos pensamiento, voluntad o emoción está profundamente enredado con el cuerpo que somos.
La metafísica espiritualista, en cambio, siempre ha querido separar por un lado, el alma; por otro, el cuerpo. Uno eterno, el otro corruptible. Uno elevado, el otro impuro. Es un gesto antiguo, heredado de religiones que despreciaron la carne y de filosofías que preferían los cielos a la tierra. Pero esa distinción es más poética que real. Más herencia cultural que verdad filosófica.
¿De dónde viene entonces esa necesidad de creer que somos algo más que materia? Quizás del miedo. O del deseo de ser especiales. Si somos solo cuerpo, entonces todo lo que somos puede deshacerse, enfermar, morir. Y eso —para muchos— es inaceptable. Mejor pensar que hay un “yo” más allá del cuerpo, incorruptible, eterno. Un alma que migra, que sobrevive, que trasciende. Pero esa necesidad no convierte la idea en cierta. La filosofía no está para calmar angustias, sino para enfrentarlas con lucidez.
Pensemos en un ejemplo sencillo: un incendio. El fuego quema un mueble y del mueble queda humo. ¿Diríamos que el humo es el alma de la silla? Absurdo. El humo no es lo esencial de nada. Es apenas el rastro de una combustión. Pues así con las supuestas almas: Lo que queda cuando el cuerpo falla no es un espíritu errante, sino memoria, ceniza, narrativa. Nada que piense. Nada que decida. Nada que recuerde.
Esto no implica que la vida humana sea trivial. Al contrario: Precisamente porque no hay otra vida detrás de esta, vale la pena pensarla, cuidarla, habitarla con dignidad. El rechazo al alma inmaterial no es una forma de empobrecer al ser humano, sino de afirmarlo: Como cuerpo que siente, como mente encarnada, como realidad que no necesita de fuegos fatuos para tener sentido.
La filosofía, cuando no se entrega a la retórica hueca, tiene una tarea modesta pero urgente: despejar los mitos, desmontar los consuelos falsos, pensar sin niebla. No todo lo que reconforta es verdadero. Y no todo lo verdadero necesita ser triste. Lo importante es no mentirse.
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