Opinión
El rompecabezas sin paisaje
lunes 1 diciembre, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
A muchos les fascina la idea de una gran visión total del mundo. Como si el universo fuera un mural inmenso que, si uno se aleja lo suficiente, revela una imagen completa, una armonía secreta. Es la tentación del todo. Pero la filosofía, cuando no cae en misticismos baratos ni en espiritualismos de autoayuda, no persigue ese espejismo. No busca “el sentido de la vida” en abstracto ni aspira a una postal del cosmos. Lo que hace es otra cosa: Articula sistemas de saber. No quiere pintar el mundo: Quiere ordenar los pinceles.
Porque el mundo, así como lo vivimos, es un caos: Fragmentado, contradictorio, inagotable. Y cada ciencia se ocupa apenas de un pedazo. La física de las fuerzas, la biología de los organismos, la sociología de los vínculos. Cada una arma su propio sistema para entender algo, para operar sobre algo. Pero ninguna —ni todas juntas— logran capturar el “mundo” como un todo. No hay tal cosa como un saber absoluto. Y si lo hubiera, no cabría en ninguna cabeza.
Aquí es donde entra la filosofía: No como un saber que lo abarca todo, sino como un esfuerzo por organizar lo que ya se sabe. Por pensar las relaciones entre los saberes, por preguntarse cómo se enlazan —o no— las piezas de ese rompecabezas donde, por cierto, nadie ha visto nunca la imagen de la caja.
La diferencia es clara. El “mundo” es una palabra engañosa: Parece abarcarlo todo, pero no dice casi nada. En cambio, un sistema es lo contrario: No aspira a decir todo, pero dice algo con precisión. Está hecho de conceptos definidos, relaciones claras, límites explícitos. Es lo que hace posible que la ciencia funcione. Y es también lo que la filosofía toma en serio: No lo que las ciencias ignoran, sino lo que ya han logrado, para luego pensarlo desde otro ángulo.
Un ejemplo: el saber médico. Un sistema clínico tiene reglas, clasificaciones, métodos. No pretende entender el alma humana, ni las causas últimas de la existencia. Pero sí puede explicar cómo circula la sangre o qué altera una neurona. La filosofía no mejora ese saber, pero sí puede interrogar cómo se construyó, qué implica, qué deja fuera. No para corregirlo, sino para entender sus condiciones.
Por eso, cuando se dice que la filosofía “busca la verdad”, conviene aclarar: No busca una Verdad con mayúscula, como si existiera un oráculo esperando ser descubierto. Lo que busca es una estructura racional donde los distintos saberes no se contradigan ni se anulen, donde podamos entender cómo encajan las piezas, incluso sabiendo que nunca estarán todas.
Es un trabajo paciente, casi invisible. No deslumbra. Pero es más necesario que nunca en este tiempo donde se confunde información con conocimiento, opinión con argumento, y emoción con verdad.
El sistema no es un ídolo, pero sí un mapa. No del mundo entero, sino del terreno que podemos pensar sin perder el hilo. Porque la filosofía no es el horizonte: Es el hilo que cose fragmentos.
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