Raúl Márquez
Kwame, un docente de 60 años de edad, contempla, desazonadamente, la amplia costa africana occidental, que se abre al horizonte desde el Golfo de Guinea. A lo lejos, algunos barcos mercantes se acercan con sigilo. Provienen de los países del llamado primer mundo. Transportan “carcachas”, partes de computadoras, celulares, cornetas, teclados.
La basura tecnológica cuya utilidad ha caducado en el Norte, y que ha sido reemplazada por nuevos equipos, cada vez más funcionales y fabulosos, pero que dentro de poco tiempo, al igual que estos contenedores, cruzarán el océano e irán a parar a países como Ghana, con la supuesta etiqueta de ser equipos de segunda.
Según algunos habitantes de este país africano, más del 80% de estos equipos no tienen arreglo. Finalmente, son lanzados en diferentes basureros, lo que los convierte en agentes contaminantes, dañinos no sólo para el ambiente, sino también para los humildes habitantes de este país.
Es poco lo que se aprovecha de esta basura tecnológica, la cual es enviada a los países pobres como si de un acto de caridad se tratase, por parte de empresas trasnacionales como Apple.
Diariamente, en pueblos y ciudades de todo el mundo, son muchos los desechos tecnológicos que se dejan de utilizar, y que de manera indiscriminada van a parar a cualquier sitio de las casas, los patios, las calles, o en supuestos espacios para su tratamiento, lo que trae consecuencias nefastas para la preservación del equilibrio ecológico del planeta.
Este estado de cosas responde a la llamada sociedad de consumo. Fenómeno que tuvo sus orígenes con la Revolución Industrial, así como con algunas líneas de acción emprendidas desde los altos consorcios trasnacionales.
La idea es sencilla: con el poder de los medios y la publicidad, y con la llamada “Obsolescencia programada”, entre otros mecanismos, se crean productos y se venden como altamente necesarios, cuando en realidad responden a una necesidad virtual, en muchos casos.
Al referirnos a la “Obsolescencia programada”, estamos ante una idea surgida en los años veinte del siglo pasado, y cuya premisa plantea la elaboración de productos imperfectos, que generen en la gente la necesidad de adquirirlos frecuentemente.
Un caso ilustrativo al respecto tiene que ver con la fabricación de bombillas, para muchos investigadores, el primer producto que respondió a esta patraña en las relaciones socioeconómicas.
Con razón nuestros abuelos y padres comentan, a menudo, que antes los electrodomésticos duraban más. Este pensamiento asalta a Kwame, quien recuerda que hace más de cuarenta años solía ir a la playa a jugar y a divertirse con sus amigos, cuando los barcos sólo traían alimentos y vestidos, y los móviles no existían ni el uso de las computadoras estaba masificado como ahora y, a pesar de todo, eran felices.