Opinión

La reinvención y el rebusque permanentes

22 de marzo de 2025

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Francisco Corsica

En el vasto universo de las charlas motivacionales, en las conversaciones profundas con nuestros seres queridos y, a menudo, en las inspiradoras publicaciones que encontramos en las redes sociales, hay un mantra que resuena con fuerza: «Deberíamos trabajar para vivir, no vivir para trabajar». Esta afirmación, aunque sencilla, encierra una verdad poderosa.

La vida es un regalo de Dios y de la biología que no debería ser consumido por la rutina laboral diaria. Es cierto que desempeñar un oficio remunerado es una parte integral de nuestra existencia, pero no debería convertirse en el eje central que rige cada uno de nuestros días. ¿Qué significa realmente esta premisa? Bueno, que el trabajo no debe devorar cada instante de nuestra vida, sino que debe ser un medio que nos permita disfrutar de momentos de esparcimiento y de socialización.

Básicamente, que cada individuo pueda satisfacer sus necesidades, gozar de un estilo de vida digno y tener la libertad de dedicarse a pasiones, hobbies y relaciones interpersonales. Este ideal no es solo un sueño; es una aspiración que ha guiado las luchas por los derechos laborales a lo largo y ancho del planeta. La humanidad ha logrado avances significativos en este ámbito, pero aún queda un largo trecho por recorrer.

Y aquí es donde entra en juego la realidad de Venezuela. Valdría la pena detenernos un momento y reflexionar sobre nuestro pasado, no solo como un ejercicio válido de nostalgia, sino como un recordatorio poderoso de que aspirar a una vida digna y plena no es un sueño inalcanzable. Todo lo contrario: es algo que ya hemos vivido y que podemos recuperar.

Durante muchas décadas, este fue un territorio seguro y próspero. Era un país donde los servicios públicos y privados funcionaban de manera eficiente y donde la población caminaba con confianza hacia un futuro prometedor y lleno de oportunidades. En lo económico, la riqueza petrolera, sumada a su carácter rentista, otorgó a sus ciudadanos un notable poder adquisitivo.

Este contexto permitió que ciertos “lujos” —que en otras sociedades de la misma época eran considerados privilegios— se convirtieran en parte de la vida cotidiana de los venezolanos. Son los mismos días en que se popularizó la icónica frase “está barato, dame dos”. Eran tiempos de prosperidad, donde la vida se vivía con una ligereza que hoy parece lejana.

No era necesario tener múltiples empleos para subsistir; los salarios eran lo suficientemente generosos como para cubrir no solo las necesidades básicas, sino para disfrutar de pequeños placeres y comodidades. Viajar ocasionalmente, ir al cine, comprarse un carrito nuevo o comer sabrosito… Sin duda, las condiciones estaban dadas para ello. ¡Qué buenos tiempos!

Lamentablemente, el año 2025 se presenta como un escenario radicalmente diferente, con un país que ha recorrido una pendiente llena de altibajos. En los últimos cuatro años, hemos sido testigos de una leve y modesta mejora económica. La dolarización de facto, la proliferación de bodegones, el fin de la hiperinflación y el florecimiento de emprendimientos han sido factores clave que, aunque distantes de la idealidad, han permitido que la población sienta que la situación no es tan desalentadora como en la década pasada.

Sin embargo, esa sensación parece haberse desvanecido nuevamente. Hoy, el comercio, las finanzas y las oportunidades laborales, tanto en grandes empresas como en pequeños emprendimientos, parecen estancadas. Lo cierto es que la gente se ve obligada a reinventarse y a buscar alternativas constantemente, no por elección, sino por necesidad. En lugar de gozar de una existencia plena, muchos se ven atrapados en un ciclo interminable de trabajo arduo para obtener lo mínimo necesario.

Los analistas —quizá con cierta razón— argumentan que el salario mínimo ha perdido su relevancia como indicador de la realidad socioeconómica actual. Este salario, que se complementa con bonificaciones, no refleja del todo la situación del mercado laboral. En el sector privado, los sueldos son considerablemente más altos que esos 130 bolívares, que hoy en día apenas alcanzan para sumar dos dólares.

Indistintamente de eso, se trata de un monto realmente bajo. Prácticamente no se puede hacer nada con él. A la par, la informalidad se ha convertido en la norma y muchos se ven obligados a desempeñar múltiples oficios para poder llevar el pan a la mesa. Si antes la dificultad radicaba en la escasez de productos en los anaqueles, hoy el verdadero desafío es la insuficiencia de ingresos frente a egresos que no cesan de aumentar.

No obstante, a pesar de la adversidad, el esfuerzo que se realiza tiene un valor incalculable. Cada hora dedicada a un nuevo emprendimiento o a un oficio adicional es un paso hacia la satisfacción de necesidades básicas y el bienestar familiar. Aunque el camino sea arduo y lleno de obstáculos, la recompensa de poder cubrir lo esencial y brindar un futuro más estable a nuestros seres queridos hace que cada sacrificio valga la pena.

Ojalá que esta penumbra económica acabe pronto. Los venezolanos no merecemos atravesar por una crisis tan prolongada e innecesaria, sabiendo que contamos con recursos tan abundantes y con ciudadanos muy bien formados en sus respectivas áreas. El trabajo será necesario para eso, sí, pero también políticas orientadas a la revitalización integral del aparato productivo nacional.

Mientras tanto, tristemente nos encontramos en la necesidad de seguir partiéndonos el lomo para subsistir, enfrentando cada día con determinación y coraje. La carga podrá parecer abrumadora y el horizonte incierto, pero es fundamental recordar que cada esfuerzo, cada hora remunerada y cada sacrificio realizado son pasos hacia un futuro más prometedor. Con el tiempo, el sudor y la dedicación darán sus frutos. Dios mediante, ¡así será!

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