Opinión

(Las colas de la gasolina) III PARTE

2 de agosto de 2019

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Cerca de las once, recostada sobre el volante e incapaz de conciliar un retazo de sueño, Roxana vio al mismo conductor salir del carro trastabillando y apretándose el pecho con ambas manos, mientras lanzaba gritos desesperados. Su rostro reflejaba una mueca espantosa de dolor. Inmediatamente, la médico se despabiló y salió del carro para auxiliar al hombre. Varios conductores, alertados por los gritos, acudieron en su ayuda. Entre todos lo colocaron en el suelo, mientras ella auscultaba su pecho y procedía a iniciar la estimulación cardiopulmonar. Rápidamente un camión fue colocado fuera de la cola y sus ocupantes, dos jóvenes y espigados jaureguinos, hicieron a un lado costales de verduras para colocar al enfermo sobre la plataforma. Roxana continuó con sus maniobras, sin pensarlo subió al camión y ordenó tomar la vía hacia el hospital Dr. Patrocinio Peñuela. Durante el trayecto, continuó afanosamente estimulando el corazón del hombre, quien lamentablemente murió a los pocos minutos de ingresar a la emergencia del hospital. El viaje de regreso en el camión fue silente y pesado. Algunas personas se acercaron para agradecerles su ayuda, pero recalcó que lo más importante era ubicar a la familia del fallecido,

—No se preocupe, doctora, el señor es vecino del bloque 7 de Quinimarí. Ya mi esposo fue a avisarle a la familia.

Una señora le ofreció café. Minutos después se acercó una joven para referirle un fuerte dolor en la zona posterior de la cabeza; ella hizo un rápido chequeo y le suministró un calmante; inmediatamente, alguien le habló de un hormigueo doloroso en la parte posterior de sus piernas y le recomendó caminar, por lo menos treinta minutos cada cuatro horas, para evitar el congestionamiento venoso. Dos personas más la consultaron sobre molestias adjudicables a la situación; Roxana atendió a todos con aquella sonrisa fácil que formaba huequitos en sus mejillas.

Lentamente el cansancio venció a la mayoría de los presentes, y la falta de alumbrado público se tragó los vehículos.  El resto de la madrugada fue el tiempo más difícil de transcurrir que Roxana recordaba en su vida. El sinsabor de  perder una vida se aunó al cansancio, al hambre y un deseo tormentoso de orinar. Al cabo de una hora, su vejiga no resistió y chorros de orina caliente salieron en espasmos humedeciendo sus ropas; entonces, se quebró emocionalmente y terminó llorando convulsivamente, tal cual una niña.

El amanecer encontró a la bella de cabello largo y negrísimo con un rictus de contrariedad en el rostro. Pensó en dejar apartado su lugar en la cola para ir a su casa, pero sus vecinos le advirtieron que no lo hiciese porque, según información recabada por varios conductores, la gandola estaba por llegar e, inmediatamente, los militares procederían a marcar los carros en orden numérico; si el suyo no estaba marcado sería imposible dotarlo de gasolina. Una señora la invitó a desayunar en la panadería El Rocío; después de un buen café con leche y un cachito de jamón, logró reponerse un tanto. Entonces, llamó a una compañera de trabajo para que le trajese ropa, cepillo, crema dental y una buena provisión de agua. Por recomendación de otra joven, pidió que le trajeran un frasco grande, de plástico, con boca ancha.

El resto del día trascurrió lentamente, con la incorregible costumbre que tiene el tiempo de pasar más lentamente cuando se espera. No obstante, la expectativa de la gandola repleta de combustible parecía el anestésico que permitía sobrellevar aquella penosa situación. Muchos almorzaron en compañía de familiares que los proveyeron; otros engañaron el hambre con algún refrigerio, muchos comieron los restos trasnochados de algún alimento; otros se conformaron con un trozo de pan o una fruta, y muchos vieron pasar las horas con sus estómagos vacíos.

—Doctora, no se preocupe por su almuerzo que mi hija nos va a traer a las dos— dijo una señora entrada en años.

—Yo me encargo de su cena —remató un señor —, sus pastillas me cayeron bien y mi esposa está muy agradecida.

Nuevamente la luz violeta adornó el crepúsculo andino y la oscura calle se tragó lentamente la cola de carros. Debido al espacio dejado por algunos conductores que desistieron del intento, la fila se movilizó un poco.  El Aveo blanco quedó ubicado unos metros más arriba del supermercado Premiun. A las nueve, los conductores decidieron turnarse para ir a sus casas. La espigada joven terminó asumiendo el rol de líder incidental de aproximadamente cincuenta conductores, logrando establecer el orden necesario para cumplir el propósito. Los espacios desocupados fueron marcados con piedras, potes vacíos, bolsas de basura, sogas atadas de parachoques a parachoques y cualquier otro medio que permitió la creatividad humana.

A las dos de la madrugada Roxana llegó a su casa; después de un baño caliente, intentó dormir un poco, pero resultó imposible. Preparó calmantes, inyectadoras y un tensiómetro, aparte de efectos personales, alimentos, amén de un enorme termo con café; faltando un cuarto par las cinco volvió a ocupar su puesto en la cola. Apenas llegó, vio rostros descompuestos, llanto reciente, miedo y rabia impotente.

Algunas personas le contaron atropelladamente que a la tres, en medio de la lluvia inclemente que se desató, un grupo de cuatro motorizados, tres hombres y una mujer, con sus respectivos “parrilleros” con armas de fuego, profiriendo insultos y amenazas, despojaron a los conductores de teléfonos celulares, bolsos, carteras y cualquier cosa de valor que encontraron. Un joven que se opuso al atraco recibió un disparo en el abdomen; a esta hora estaba siendo intervenido en el hospital Central.

— ¿Alguien llamó a la policía?—preguntó.

— ¿Doctora, disculpe, pero…en qué país vive usted? —remarcó una señora con el rostro congestionado por la rabia. (Liliam Caraballo)

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