Francisco Corsica
Unos meses. Solo unos meses de tranquilidad, algo que en una situación como la venezolana puede sentirse como un verdadero respiro. Tener la certeza de que, al llegar al supermercado, el precio de los productos será casi igual al de la última vez –en bolívares y en dólares– es algo raro y, para muchos, casi increíble. Ese puede ser el síntoma de una economía sana o, al menos, que lo parezca.
Es un escenario donde uno sabe que «el dólar cuesta tanto» y esa cifra permanece estable por semanas, incluso por meses. Lo mismo que un producto: “Ese no debe pasar de tantos bolívares”. Esa calma en la variación de precios, aunque sea breve, es un lujo que difícilmente se disfruta en Venezuela. Sin embargo, la aparente estabilidad no significa que los indicadores estén bien.
Sabemos que hay factores profundos que indican lo contrario. La inflación sigue siendo un gigante que no se vence fácilmente y la devaluación está siempre al acecho. El desempleo, la pobreza y el monto del salario mínimo también sugieren que falta demasiado por hacer. Pero mientras el dólar se mantuvo en 36 o 37 bolívares durante meses, la gente podía organizarse, hacer planes y saber, al menos, que las cuentas cerraban con un mínimo de previsión. No era perfecto, pero al menos había algo de seguridad en medio del caos.
Con la abrupta subida de la divisa extranjera, hasta las tarifas de los autobuses aumentan. Cinco bolívares más, una diferencia pequeña para algunos, pero que afecta profundamente el día a día de muchos. Nadie sabe qué esperar del costo de vida mañana y esa incertidumbre se extiende a todos los aspectos de la vida diaria.
De repente, sin previo aviso, el dólar paralelo comenzó a dispararse, como la espuma de un refresco recién servido, sin control. En cuestión de días, el oficial empezó también su ascenso y hoy, en menos de un mes, se encuentra casi en 43 bolívares. ¡Increíble! ¡Tan solo unos veinte días fueron suficientes para ello!
No es difícil pensar en las palabras de Renny Ottolina, quien argumentaba que la moneda debía llamarse de otra forma. Y es que, en el contexto actual, resulta casi irónico: ¡Simón Bolívar, símbolo de libertad, ha quedado devaluado frente al dólar estadounidense! Hoy necesitamos más de 40 «libertadores» solo para adquirir un «George Washington». ¡Es vergonzoso!
Este contraste nos hace recordar con nostalgia los días de un bolívar prestigioso y respetado. ¡Que a nadie se le olvide que existió! Hasta la década de los setenta, la moneda criolla gozaba de estabilidad y fortaleza. Era un referente, sin duda. Los billetes eran una representación del arte nacional; su belleza y diseño contaban historias propias de un país que aún conservaba rasgos de prosperidad y crecimiento.
Uno que era muy bonito era el billete de 50 bolívares: un papel colorido, en tonos morados y anaranjados, que lucía con orgullo la imagen de Andrés Bello y el Palacio de las Academias. Este billete, como otros, representaba más que su valor nominal. Ahí se encontraba estabilidad, seguridad y, de alguna forma, la promesa de un futuro sólido.
O si no, el billete de 50.000 bolívares, de tonos rojizos y anaranjados, con el rostro de José María Vargas al frente y la majestuosa Universidad Central de Venezuela en el reverso. O el de 1.000, de un profundo color morado, donde Simón Bolívar y el Panteón Nacional parecían darle peso y dignidad a la moneda. Esos sí los llegué a utilizar.
Eran hermosos, de eso no hay duda; cada uno reflejaba un fragmento de nuestra historia y cultura. Sin embargo, lo que queda hoy es apenas la sombra de ese prestigio. Actualmente, la estabilidad de su valor parece una ilusión. A pesar de que se declaró el fin de la hiperinflación, la vulnerabilidad económica continúa.
Las señales son claras: basta un ligero ajuste, un leve cambio en el contexto internacional, y las finanzas y el comercio nacional se tambalean. La inflación reaparece, lenta pero segura, recordándonos que cualquier paso en falso podría llevarnos de nuevo al borde del abismo financiero.
La reciente introducción de billetes de 200 y 500 bolívares no hace sino confirmar lo efímero de lo que tantos connacionales esperan: mientras la economía siga este rumbo, los nuevos billetes serán rápidamente absorbidos por el mismo fenómeno de devaluación que los anteriores.
Es triste escuchar a los mismos venezolanos afirmar que el bolívar «es puro papelillo, solo sirve para el pasaje». Y es que sí, los pagos se suelen realizar con tarjeta bancaria o en dólares. Se trata de un recordatorio crudo de cómo una moneda puede perder su utilidad, su estabilidad y, finalmente, su valor.
Atrás quedaron los tiempos en los que el método criollo de intercambio era tan fuerte que una celebridad de Hollywood, al subirse a un taxi en Nueva York, el pasajero podía bromear sobre si el conductor prefería cobrar en dólares o en bolívares. Y lo más asombroso es que el chofer ocasionalmente elegía la segunda opción, porque aquellos papeles rectangulares de colores con caras criollas tenían un poder de compra real.
Frente a esta opaca realidad, es fundamental trabajar hacia políticas económicas sostenibles y una reconstrucción del tejido financiero nacional. La estabilidad no puede seguir siendo un espejismo fugaz en Venezuela; urge un enfoque que brinde confianza a largo plazo para la moneda y, por ende, para quienes dependen de ella cada día.
Hay que reactivar los sectores productivos, incentivar las inversiones locales y extranjeras y establecer marcos normativos claros que permitirían recuperar algo de la fortaleza que el bolívar alguna vez tuvo. Este cambio profundo no solo mejoraría las condiciones de vida de la población, sino que también lograría que el papelillo que la gente guarda en sus bolsillos deje de serlo y sea un medio de intercambio confiable y del cual sentirnos orgullosos.