La democracia es un modelo de sociedad inconcluso, debatido, imperfecto, pero igualmente perfectible. Ello nos indica que sus carencias, desviaciones o malformaciones pueden superarse para propiciar formas para su ampliación y profundización en la vida social, expandir los derechos ciudadanos y otras conquistas que seguramente vendrán con los nuevos tiempos. Su condición de perfectible requiere procesos y tiempos para lograrlo por lo que no debe pensarse en modificaciones o transformaciones abruptas y menos decretadas, impuestas. La democracia y su cuido reclaman el surgimiento de tales avances desde el sentimiento de los ciudadanos, de sus anhelos que habrán de convertirse en luchas por nuevas conquistas que posibiliten su expansión y profundización.
Esta condición de perfeccionamiento y expansión, requiere sobre todo de la participación y protagonismo del pueblo, de los ciudadanos, no solo solicitando o exigiendo los cambios correspondientes, sino fundamentalmente propiciándolos mediante su intervención como protagonistas de las nuevas realidades a alcanzar. El ejercicio democrático requiere entonces una ciudadanía empoderada, es decir, sabedora de que tiene el poder del común y es capaz de ejercerlo para su bien.
Estas razones establecen que la democracia debe ser práctica cotidiana, ni ocasional ni caprichosa, es decir, coherente, permanente y más que eso, acción afinadora de los procesos, los procedimientos, la organización y la participación creciente.
En este aspecto de la coherencia y la persistencia en los principios democráticos, los procesos electorales ocupan lugar prominente. Las elecciones como expresión directa del acto de elegir representan circunstancias tan sensibles a la vida de la democracia, que su ausencia constituye característica incontestable de los regímenes dictatoriales. Las elecciones siguen siendo, no obstante los adelantos tecnológicos de la comunicación y la información, la forma de consulta y decisión más directa y masiva. Los procesos comiciales son las ocasiones más oportunas para exponer ideas y programas, contrastarlos, debatirlos libremente y sobre todo, someterlos a la escogencia soberana de las mayorías.
La no participación en los procesos electorales o la opción caprichosa y oportunista de concurrir solo cuando se tiene la certeza de ganar y más aún, esconder las razones de fondo de tal decisión en una maraña de acusaciones las más de las cuales insostenibles o que desparecen cuando se triunfa, resultan lesivas a la democracia porque convierten sus principios fundamentales en optativos, circunstanciales, aleatorios, a los que se puede o no atender según la conveniencia en escenarios que se asumen y respetan solo cuando los resultados les son favorables. Es otras palabras, se otorga un carácter acomodaticio a los fundamentos de la democracia degradándolos a la detestable condición de instrumentos de la insensatez política, por supuesto desechando sus principios y valores fundacionales. Estos juegos irresponsables no solo sirven para evadir la contienda cuando se carece de fuerzas y argumentos, sino que reflejan enseñanzas contrarias y socavan las bases de la democracia. Cuando la democracia como sistema social igualitario, inclusivo, asentado en la equidad y el respeto a las leyes se hace presa del oportunismo, se opta por una pedagogía social y política contraria al bien ciudadano y peor aún, se abren serias fisuras por las que se filtran regímenes totalitarios.
Gustavo Villamizar D.