Opinión

Rehén de su jactancia

7 de septiembre de 2017

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Siempre habrán argumentos válidos en términos de su realidad y consistentes por la estructura asociada a su comportamiento, para referir ciertos episodios que hablan de la debacle o del ascenso de proyectos tergiversados por la envidia o el egoísmo de quienes desde la política proceden con la mezquindad propia de ideologías que escasamente sirven para aparentar lo que no es capaz de motivar o concretar. Y precisamente, es lo que ambienta realidades donde impera la injusticia acariciada por la improvisación que motiva criterios políticos de vetusta y pervertida condición. Cuando así se ordena el rumbo de la política, las realidades devienen en desastre. Sobre todo, detrás del peligro que contienen dichos criterios toda vez que se alimentan de los correspondientes procesos de elaboración y toma de decisiones.
El acontecer político que, desde entrada la década de los noventa, vino arreciando sobre el horizonte venezolano, derivó en secuelas de grumosa condición. Su terreno sirvió y se prestó para encubrir entrampados hechos que tendieron a aumentar los niveles de confusión y desesperanzas de los venezolanos. Las decisiones que desde entonces vinieron rigiendo la dinámica política nacional, con groseras implicaciones sociales y económicas, terminaron torciendo hasta lo más delicado: la institucionalidad democrática y el Estado de Derecho venezolano. Cada vez con más desgarro y desvergüenza.
Ha sido tal la gravedad que ha dominado el devenir de la política venezolana, que el inmediatismo, utilizado como criterio de gobierno, desvirtuó finalmente la comprensión y aplicación del ordenamiento jurídico por el cual debió regirse la funcionalidad de la República. Sin embargo, tan trascendental responsabilidad devino en retorcidas ejecutorias cuyos resultados acentuaron problemas acumulados. Aparte de generar otros de nuevo cuño. O de mayor amenaza.
Hoy, el problema tiene una connotación que ni siquiera la teoría política contemporánea sería capaz de interpretarlo dado el exagerado y tergiversado cúmulo de variables endógenas y exógenas que comportan los aberrantes y desmoralizados reveses que cundieron el ámbito republicano. Y ello no es distinto de la profunda crisis política, social y económica que hoy aqueja a Venezuela.
Con distintos cuentos e inventos salpicados de la mejor ficción política, la gobernabilidad se vino “a pique”. Incluso, desde años antes de la gestión gubernamental intentada a partir de 1999. Fue así como se logró el retroceso a situaciones sólo comparables con épocas medievales y oscurantistas. O mucho peor, propias de la Edad de Piedra.
El populismo se atiborró de todo lo que con facilidad consiguió materializar. Tanto, que la gestión realizada fue de mal a peor hasta que terminó enterrando lo poco que para la fecha había podido construirse.
En fin, la historia deja ver que cualquier intento de avanzar cuando las condiciones indican lo contrario, siempre fracasa. O sea, siempre retrocede. Y desde que el populismo demagógico aprendió a jugar al fracaso partiendo de simulaciones, ficciones o remedos, las conclusiones son nefastas por cuanto todo se invierte o retrotrae. Más aún, los problemas se exasperan, cuando no se tiene exacta medida de las consecuencias posibles. Ya sean para apreciar el alcance de las decisiones asumidas, o para cuestionar lo conseguido. O malogrado. Realidad ésta que sucede cuando la soberbia, la ineptitud o la avaricia del gobernante, presumen resultados inmejorables sin siquiera advertir que la política vive bajo el acecho del espíritu de Murphy.
Pareciera que Murphy se hubiese inspirado en el caos que padece Venezuela. Todo tiende a suceder, sospechándose que cualquier ayuda empeora la situación. Y no del todo, Murphy se habría equivocado por cuanto cualquier pauta de posible ayuda a la crisis nacional, aun cuando aportada a la medida de las condiciones reinantes, siempre queda corta. Y definitivamente, puede inferirse que ello es signo del apocamiento o abatimiento que domina al gobernante, pues explica la teoría política que, a pesar de demostrar capacidad y recursos para ganar elecciones, es incapaz de gobernar con eficacia y eficiencia. Hasta ahí le llega la fuerza. Particularmente, cuando es rehén de su jactancia.

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