Carlos Orozco Carrero
Yo vi ese aparato brillante, carretico. Era grande y no emitía ningún sonido. Ocurrió después de una paradura de niño, más arribita de Sabana Grande, en La Grita. Nos montamos en la camioneta de Onésimo Niño Calderón para regresar al pueblo. Algo alebrestados con la leche de burra que llevaron los de Llano Largo, bajamos por esos senderos preciosos a las 12 de la noche. Nico sacó una botellita encaletada que traía para un traguito en emergencia. En la subida, anticos de llegar a Guanare, vimos todos esa imagen tan grande y extraña. Onésimo casi se traga el volante y el carro corcovió y se le apagó al tiro. Nadie hablaba. Un pegote que había llevado Rufino pegó un alarido y soltó a llorar. Estábamos atontados. El bicho se levantó mucho y desapareció como el que va para Alto Duque. Nos miramos y empezamos a reír como idiotas hasta de Alexander nos dijo: -Ni se les ocurra contar de esto a nadie. -Nos van a tildar de locos. –¿Cuándo fue eso, Don Jesús María? – Hace más de cincuenta años, carretico.
Al final de esta temporada histórica para los venezolanos, sentimos un golpe de tristeza por la despedida de Miguel Cabrera, pelotero que elevó la calidad de nuestro béisbol caribe a dimensiones superiores. Y también el tiburón Ronald Acuña Jr dejó una actuación con números muy difíciles de igualar para cualquier mortal que pise un terreno en La Gran Carpa. Ahora llegan los playoffs en Las Grandes Ligas, cariños. Otro motivo para disfrutar del béisbol y a ligar por nuestros representantes, señores.
Después que pasaron los rezos del difunto Eusebio empezaron los comentarios sobre la extraña enfermedad que lo aquejó durante muchos meses antes de su fallecimiento. Decían que se había tragado unos hongos que servían para hacer guarapo fuerte. Otros aseguraban que era por ingerir caldo de huesos de gato negro un viernes santo dizque para hacerse invisible. Lo cierto fue que hubo que construir una urna especial para poder meterlo y llevarlo al camposanto de El Socorro, en el estado Guárico. Pesaba casi 300 kilos por lo inmenso de su cuerpo. Comentaban los más prudentes que su alma había salido a advertir que lo habían enterrado vivo. Y prueba de lo que decía era que tenía un zapato en la mano dentro de el ataúd. La mayoría se santiguaba y pedía por el descanso eterno de esa alma en pena. Alguien comento sobre la maniobra que realizó el difunto para agarrar su zapato. Hay gente que no cree en eso en otros mundos.