Carlos Orozco Carrero
Era el comentario entre los muchachos del pueblo más pintoresco en diciembre. –¿Vamos a amanecer para la primera misa de aguinaldos? Bien abrigaditos, nos disponíamos a trasnochar para esperar a las chicas más lindas en su camino a la iglesia de San Antonio. Se conformaban grupos de adolescentes en la plaza Bolívar y acompañábamos el frescor sereno de la madrugada con las miradas dulces entre las parejas de estudiantes en promesas de amor eterno. El olor a hallacas, chuzos, cafecito y calentao arropaba la espera. La Santa Misa cobijaba a todos y al salir, apurábamos el paso para llegar a la casa de algún partido político para entrarle de lleno al baile con las orquestas de moda para la época. Algunas parejas conformaron matrimonios que disfrutan ahora en la nostalgia del relato a hijos y nietos sobre aquellas madrugadas hermosas que nos marcaron para toda la vida en nuestro recuerdo de las navidades más lindas del mundo.
Al hombre lo habían visto en sus atrevidas maromas, retos y adivinanzas. Decían que había venido de un pueblito colombiano llamado Floresta. Era intrépido y no temía a nada. Una tardecita se arremolinaron los parroquianos para ser testigos de una apuesta que había hecho Eliseo, que así se llamaba nuestro hombre, contra el viejo Eulogio, tío lejano de Melquiades. Un billete marrón, de cien bolívares, dejaron en manos de Gregorio para asegurar el desafío. Eliseo apostaba a que se podía sentar sobre la boca de un cañón de los que utilizan en los paseos de calle del diciembre pueblerino. Se quedaba quieto mientras le prendían candela a un mortero garantizado por Don Simplicio Martínez. El gordo Ramón Alí arrimó el cigarrillo recién chupado a la punta de la mecha. Unas pequeñas luces azules consumieron instantáneamente el fino curricán envuelto en papel de bolsa de cemento y se escondió dentro del cañón. Un gutural sonido se produjo en el tubo de hierro, mientras los testigos llevaban a la cabeza sus manos. ¿Tendría Eliseo algunas esponjas llenas de agua dentro de sus bolsillos traseros para abanar la explosión del mortero? –¡Esperen, esperen, esperen! Eulogio gritaba, esperanzado a que se diera la explosión, pero nada. Veía perdida la apuesta frente al hombre que se levantaba sonriendo, sacudiéndose las nalgas y buscando a Gregorio para recibir los doscientos bolívares ganados a riesgo de sus propias tripas.
Escuché a una invitada a un programa de entrevistas de la televisión europea. Esta señora criticaba a la hermosa Isabel Presley debido a que no conversaba mucho sobre su vida en matrimonio con el escritor Mario Vargas Llosa. –No comunica nada sobre su experiencia intelectual con ese genio de las letras hispanas, insistía la invitada. Bueno, una cosa no lleva a la otra obligatoriamente, señores. Conozco a muchos amigos que asisten todos los sábados al taller de José Mario y están obligados a dejar su academia en la puerta del jardincito en La Ermita. Ay de aquel se atreva a llamar a un amigo por su título. Prefieren que les digan su apodo a que les digan astronautas, buzos o “correveydiles”. También he visto a muchos escritores, que dominan varios idiomas y han publicado decenas de tratados, conjuros y libros sobre el retroceso de los planetas y de vaina saludan a sus propias familias. Una tardecita, en La Casa del Estanco en Pregonero, se formó una gritadera en el reparto de los chicharrones. Un caballero, invitado a la tertulia y desconocedor de los amigos que allí estaban, me preguntó sobre la formación académica de casi 30 paisanos por la piel de puerco tostada. Le dije que absolutamente todos eran profesionales universitarios, egresados de la ULA, la Católica y la Universidad Central de Venezuela. -Parecen una cuerda de locos, me comentó. Mejor dígales locos para que se sientan en su ambiente. ¡Viva la conversa franca y fraternal, cariños!