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Inicio/Reportajes y Especiales/Solo con su cuerpo marcado

Reportajes y Especiales
Solo con su cuerpo marcado

miércoles 29 octubre, 2025

Aunque lo dudó mucho, Carlos Uzcátegui terminó por irse a Estados Unidos con la idea de establecerse allá y construir un mejor futuro para su familia. En diciembre de 2024 acudió a la cita para solicitar el asilo que le permitiría ingresar a ese país, pero fue detenido. Por sus tatuajes, le dijeron, era sospechoso de pertenecer al Tren de Aragua

Aquí, junto a su esposa e hija. (Foto/Álbum familiar)
Permaneció detenido en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), de El Salvador.  
En México comenzó a trabajar como cocinero en un restaurante. (Foto/Cortesía de la familia)  

César Cruz/ Pasante UBA

Carlos Uzcátegui sentía que no estaba preparado para marcharse, pero hubo un momento en que sintió que no tenía más alternativa. Es que vivía tiempos complicados. Después de haber trabajado en las minas de carbón de Lobatera, estado Táchira, quedó desempleado cuando estas fueron intervenidas por el Gobierno. Él y Gabriela, su esposa, intentaban sobrevivir con un pequeño negocio de comida rápida. Pero, en medio de la crisis económica del país, ese emprendimiento no producía lo suficiente para mantener el hogar.

Fue por eso que comenzaron a pensarlo: ¿Qué tal si él se iba, para procurar un panorama menos árido para su familia? Lo pensaban, una y otra vez, sin saber que hacer. No les resultaba fácil tomar la decisión. Carlos lo habló con Humberto, su compadre, quien vivía en Estados Unidos. Y él se ofreció a recibirlo. Quizá fue por ello que ambos terminaron de armarse de valor. Una noche, se sentó en el cuarto junto a Gabriela y a Aranza —la hija de ella a quien él había aprendido a querer como suya— y le dieron la noticia:

—Me iré por un tiempo. Es por nuestro futuro. Volveremos a estar juntos, son solo unos meses.

La niña lo abrazó en silencio, mientras Gabriela contenía las lágrimas.

Con la idea de establecerse allá para llevárselas, emprendió el viaje.  Salió el 18 de marzo de 2024. En su piel llevaba tatuados recuerdos, símbolos, imágenes… Eso que no quería olvidar. Unas estrellas que representaban a sus hermanos; la huella de un beso de su madre; la fecha de aniversario con Gabriela.

Eran un recordatorio de todo lo que lo sostenía.

De Colombia pasaría a Panamá, a través de la tupida selva del Darién (solo ese año, 206.905 venezolanos recorrerían ese mismo escenario). Después seguiría a Costa Rica, Honduras, Guatemala y México, con la meta de llegar a Estados Unidos.

Gabriela sentía el alma en vilo. Pasó un día. Pasó otro día. Y nada que le llegaban noticias de su esposo. Durante esos días de silencio había estado atravesando esa selva que ha sido escenario de tantos relatos funestos. Era verdad lo que decían. El Darién —le contaría después— es un trecho fangoso, lleno de cuerpos abandonados, de hombres armados cobrando peaje, de sufrimiento.

De allí salió con bien, pero el viaje continuó lleno de obstáculos.

En Guatemala lo asaltaron y perdió el dinero que llevaba.

En México comenzó a trabajar como cocinero en un restaurante. En noviembre de 2024 logró la cita a través de CBP One (la app en la que los migrantes podían solicitar asilo para ingresar a Estados Unidos). Debía presentarse el 10 de diciembre ante las autoridades migratorias de ese país.

Esperó, paciente. Llegado el momento, se decía, la vida finalmente le cambiaría. Y así fue, pero no del modo que esperaba…

Sucedió que el día de la cita lo detuvieron, según le explicaron, debido a sus tatuajes: esos símbolos en su piel, le dijeron, lo convertían en sospechoso de pertenecer al Tren de Aragua, la organización criminal que se ha expandido por diversos países cometiendo delitos como extorsión, tráfico de drogas, trata de personas y secuestros.

La comunicación con Gabriela se cortó definitivamente.

En la única llamada que le permitieron a él, logró hablar con su compadre Humberto, quien luego le explicó a Gabriela que su esposo estaba detenido, y que sería trasladado a un centro de procesamiento en Texas. ¿Cómo era posible que estuviera atrapado en semejante embrollo? En Táchira, angustiada, ella solo pensaba que todo se trataba de un malentendido que pronto se arreglaría.

Pero el tiempo corría inexorablemente sin resolución alguna.

Después de dos meses, el 12 de febrero tuvo su primera audiencia. El juez le entregó una planilla para que solicitara asilo en Estados Unidos, la cual debía presentar en la siguiente cita, el 26 de febrero. Sin embargo, antes de esa fecha, el gobierno estadounidense envió a un grupo de venezolanos a Guantánamo, Cuba, dejándolos aislados, lejos de abogados, de familiares, en un vacío legal.

Temiendo un destino similar, Carlos solicitó ante la corte de inmigración una salida voluntaria, un procedimiento que le permitiría abandonar Estados Unidos por su cuenta, cubrir los costos del viaje y evitar las consecuencias de una deportación formal, como la prohibición de reingreso por 10 años.

El juez negó esa petición, y emitió una orden de deportación directa hacia Venezuela. No lo deportaron de inmediato porque los vuelos entre ambos países estaban paralizados. Así que Carlos sentía que había quedado suspendido en un limbo… que terminó un mes después cuando, una tarde, lo llamaron para que recogiera sus pertenencias.

Entonces respiró con la esperanza de que la pesadilla llegaría a su fin.

Al día siguiente, el 15 de marzo, lo hicieron subir a un avión, junto a decenas de detenidos. Los llevaban encadenados de muñecas, cintura y tobillos. Cuando alguien preguntó el destino, un funcionario respondió:

—Les vamos a dar una sorpresa.

Al aterrizar, uno de los detenidos se asomó por la ventana y vio ondear la bandera azul y blanca de El Salvador.

Ya en tierra, les entregaron documentos que decían que serían detenidos entre 1 y 30 años. “¿Pero por qué?”, se preguntaban todos. Y como se negaron a bajar del avión, se desató una vorágine: los policías arremetieron con patadas y empujones.

—¡Túmbenlos!— gritaban los policías.

Mientras eran arrastrados hacia los autobuses, Carlos escuchó a uno decir:

―Bienvenidos a El Salvador, bienvenidos al infierno.

En autobuses, escoltados por patrullas y helicópteros, los trasladaron durante hora y media hasta el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), una prisión de máxima seguridad inaugurada por el presidente de ese país, Nayib Bukele, para recluir a delincuentes de gran prontuario. Allí los raparon, los esposaron y los hicieron vestir con camisa, shorts y pantuflas.

Gabriela, sin estar al tanto de lo que sucedía, rastreaba el vuelo que se suponía llevaría a su esposo a Venezuela, y se angustiaba al ver que llevaba otra ruta. Pensó que se trataba de un error del sistema. Quería creer eso. Para despejarse, al día siguiente, justo en el cumpleaños de Aranza, se fue de compras con la niña. Claro que no dejaba de revisar el celular a ver si se topaba con alguna noticia sobre Carlos. Un mensaje, un voice, algo.

En algún momento, abrió Instagram y encontró una imagen que la detuvo en seco: era una publicación del presidente Nayib Bukele. En una fila de detenidos trasladados al Cecot, reconoció a Carlos. Entre lágrimas y con el miedo atenazando su pecho, se volvió a preguntar cómo era posible que estuvieran pasando por ese viacrucis interminable.

Luego supo que Donald Trump había dictado un decreto donde afirmaba que el Tren de Aragua representaba una amenaza de invasión al territorio estadounidense, y ordenó que los venezolanos mayores de 14 años que no fueran residentes legales ni naturalizados y que pudieran estar vinculados con esa organización, fueran detenidos y expulsados como “enemigos extranjeros”.

Ante semejante noticia, Gabriela comenzó a publicar videos en TikTok denunciando. Su voz se multiplicó rápidamente. Primero la entrevistó el periodista uruguayo Pablo Padula, quien la conectó con Gris Vogt, activista estadounidense y defensora de derechos humanos. Luego llegaron medios internacionales y organizaciones de derechos humanos en Estados Unidos. Desde la distancia, se convirtió en la principal defensora de su esposo.

Mientras tanto, para Carlos el tiempo se volvía lento. En medio del miedo y el maltrato, se aferraba a su fe y a la esperanza de que, tarde o temprano, la justicia llegaría.

En Venezuela, la vida de Gabriela había cambiado. De la rutina de trabajar, atender la casa y dormir, pasó a aprender sobre derechos humanos, hablar con abogados, organizar denuncias y usar las redes sociales como altavoz. La libertad de Carlos se convirtió en su único objetivo. En medio de las oraciones y el agotamiento, empezó a hacerse eco en más lugares: Logró más entrevistas con medios, articuló estrategias con organizaciones, y hasta la población de Lobatera, comunidad natal de Carlos, se movilizó en una marcha para exigir su libertad y la de todos los venezolanos detenidos injustamente.

Carlos, en el Cecot, no la pasaba nada bien. A los cuatro meses de estar allí, recibió una golpiza severa. Todo comenzó cuando, con fiebre y sintiéndose mal, pidió permiso para bañarse fuera del horario establecido, pero los guardias se lo negaron. En un descuido, compañeros de otra celda le avisaron que el pasillo estaba despejado y él aprovechó para hacerlo, sin saber que un guardia vigilaba desde lo alto y lo descubrió. Y lo golpeó tanto que pensó que podía morir.

Tres días después, durante la madrugada del 18 de julio, policías encapuchados entraron al patio y les dieron la orden de bañarse. Luego les tomaron fotos, los interrogaron sobre su estadía y, esposados de pies y manos, los hicieron subir a los mismos autobuses que, cuatro meses antes, los habían llevado allí.

El camino estaba cargado de ansiedad. Algunos policías se burlaban:

-¿Este es el camino?

-Sí, van a otra cárcel— respondían.

Los buses ingresaron a una base aérea, y un funcionario con chaqueta tricolor y gorra del SAIME subió al vehículo.

Frente a todos, dijo con voz firme:

—Me los llevo a casa.

Carlos sintió cómo la tensión que lo había mantenido rígido durante meses comenzó a ceder, dejándole espacio, al fin, para respirar.

La noticia se filtró en redes sociales cuando un periodista independiente subió un video a YouTube y la información se replicó en X. Pronto llegó también al grupo de WhatsApp llamado “De vuelta a nuestros hijos”, donde familiares de los migrantes detenidos se mantenían informados sobre el avance del proceso de liberación.

― ¿Será verdad?

― Comenzaré a averiguar― se dijeron entre sí.

La noticia se confirmó cuando Estados Unidos emitió un comunicado: A cambio de 10 ciudadanos estadounidenses detenidos en Caracas, serían liberados los 250 venezolanos que habían sido deportados y encarcelados en El Salvador.

La noche del viernes, dos vuelos partieron desde San Salvador rumbo al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. Fueron recibidos por la Guardia Nacional. Durante el fin de semana, y parte del lunes, los mantuvieron retenidos para emitirles nueva cédula, hacerle chequeos médicos y llevarlos al programa “Con Maduro +”.

No fue sino hasta la noche del lunes cuando comenzaron a enviarlos a sus hogares. Pero el trayecto de Carlos se hizo aún más largo, ya que el vehículo en el que viajaba hacia Táchira se accidentó varias veces.

Carlos quería creer que todo estaría bien, pero el miedo acumulado le susurraba lo contrario. Solo cuando reconoció las calles de su infancia y vio las esquinas donde había crecido, comprendió que estaba a pocos metros de reencontrarse con Gabriela y Aranza.

Así, el 23 de julio de 2025, Carlos volvió a casa.

Había perdido todo: Su ropa, sus documentos, dinero y las oportunidades que soñó en otro país. Regresaba solo con su cuerpo marcado y sus tatuajes, esos símbolos de familia que lo acompañaron en el encierro y le recordaban por quiénes debía resistir.

El primer abrazo con Gabriela y Aranza lo hizo sentir que volvía a nacer. Había soñado con ese instante cada noche en prisión, y aunque las cicatrices, los moretones y las pesadillas seguían presentes, la realidad que lo esperaba era la que siempre había anhelado: despertar junto a los suyos.

Ese regreso, más que una liberación, fue un renacer.

(Esta historia fue producida en la cuarta cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos)

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