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Inicio/Reportajes y Especiales/Morir lejos de casa: El exilio médico de los venezolanos

Reportajes y Especiales
Morir lejos de casa: El exilio médico de los venezolanos

sábado 2 diciembre, 2017

Zaida Medina de Márquez no sabía que iba a morir tan pronto. Cuando llegó a Argentina por insistencia de su hijo, resignada a no tener atención médica en Venezuela, los doctores le dieron una esperanza de vida de un mes. El tumor que estaba alojado en su páncreas ya había hecho metástasis en los riñones cuando le hicieron el diagnóstico. Sin embargo, resistió tres meses.

A los 62 años, en la camilla de un hospital porteño del que apenas había escuchado el nombre días atrás, falleció. Era sábado, 2 de septiembre de 2017. A su lado, tomándole la mano con dulzura, estaba Jorge Márquez, su hijo mayor.

Zaida había llegado sola a Buenos Aires cuando el invierno azotaba la ciudad, a principios de junio de 2017. En Venezuela le había ocultado la enfermedad a sus familiares para evitar que se preocuparan, pero cuando supo que no podría realizarse ni siquiera un examen exploratorio en su propio país, tomó la decisión de llamar a sus hijos.

Aunque tuviese el dinero, en Venezuela no era sencillo adquirir los insumos para la biopsia que le indicó el oncólogo. Y, si por casualidad conseguía la aguja, también era complicado conseguir un patólogo que analizara el examen. Solo cinco profesionales en el país se graduaron de esa especialidad en 2017, según Andrés Ruiz, el presidente de la Sociedad Venezolana de Anatomía Patológica.

Además, la Federación Médica Venezolana calcula que más de 20.000 médicos han emigrado a causa de la crisis. Consciente de las fallas tan elementales que había en los hospitales, Zaida no quería ni imaginar lo que debía enfrentar para hallar el tratamiento una vez que tuviera un diagnóstico claro.

La Federación Médica Venezolana calcula que más de 20.000 médicos han emigrado del país a causa de la crisis.
Sus hijos ya cumplían tres años fuera del país y en casa solo contaba con su esposo Jorge Luis Márquez, de 67 años. Ambos eran ingenieros jubilados y pensionados del Estado, vivían en el hogar familiar en Barquisimeto, en el estado Lara. En 2014 habían tenido que cerrar la tienda de repuestos de computadoras que tanto les había costado emprender, porque se había vuelto poco rentable debido a la situación económica. En esa época, los dos hijos menores del matrimonio se mudaron a Panamá y el mayor, Jorge, a Argentina.

Fue este último quien se encargó de comprarle un pasaje a Zaida tan pronto supo la noticia. Sacó de sus ahorros poco más de 1000 dólares y, días más tarde, le dio la bienvenida. Para ella hubiese sido imposible reunir el dinero para adquirir un pasaje que costaba más de 8 millones de bolívares, el equivalente a 41 salarios mínimos de ese entonces.

El recibimiento fue emotivo. Tenían más de treinta meses sin abrazarse, pero no había tiempo que perder. Del aeropuerto de Ezeiza fueron hasta el Hospital Penna para asistir a una primera consulta. Hasta ese momento, Zaida no tenía idea de la gravedad de lo que ocurría dentro de su cuerpo.

Una aguja, una odisea

Al igual que muchos venezolanos que padecen problemas crónicos, la familia Medina Márquez ya conocía el rostro de la crisis de salud en Venezuela. Desde hacía dos años, encontrar el medicamento para la diabetes de Zaida se había convertido en una tarea titánica. En 2017 se volvió imposible.

La Federación Farmacéutica Venezolana calcula que, actualmente, 8 de cada 10 fármacos no se encuentran en farmacias del país. Las razones detrás de la falta de medicamentos responden a las deudas que tiene el gobierno venezolano con las farmacéuticas y a que muchas se han ido. En el resto de la región, cuando se reportan problemas por carencia de medicamentos, estos fallos suelen ser generados por bloqueos que ejercen las multinacionales a los medicamentos genéricos a través de patentes o presiones a los gobiernos, pero nunca por falta de pago.

Zaida pasó los últimos tres meses en Venezuela sin tomar Glucovance —glibenclamida más metformina clorhidrato—, un medicamento que le habían recetado para controlar la diabetes tipo 2 que padecía. Traerlo desde afuera tampoco era fácil por las limitaciones para el envío de fármacos desde el exterior, que aún siguen vigentes.

Se resignó a controlarse el nivel de azúcar en la sangre solo con una buena alimentación, como si eso fuera suficiente. Pero además, para un par de jubilados, afrontar una dieta balanceada en el país con la inflación más alta del mundo (1113 por ciento según la proyección para 2017 del Fondo Monetario Internacional) no era cosa sencilla. La ayuda económica de sus familiares los mantenía a flote.

Su hijo Jorge, que vivía en Buenos Aires hacía tres años, era consciente de la gratuidad y calidad del sistema de salud público argentino y fue una de las razones por las que insistió en el viaje de su madre. Al llegar al hospital bonaerense no pidieron más que un documento de identidad y una dirección en Argentina para anotarla en la historia médica de Zaida. Tampoco solicitaron nada distinto para realizarle los exámenes que el médico le indicó.

Las facilidades para recibir atención médica en Argentina desataron en esta última década lo que se ha denominado como el “turismo médico” en el país. Habitantes de otras naciones visitan Argentina exclusivamente para verse en los hospitales, pero en su mayoría se trata de ciudadanos de los países limítrofes: Bolivia y Paraguay. El colapso de Venezuela ha impulsado la inmigración de cientos de ciudadanos y casos como el de Zaida se repiten. Uno emblemático fue el de una mujer que, con ocho meses de embarazo, viajó once días en bus para dar a luz a su hijo en Córdoba, una ciudad en la región central de Argentina.

Siga leyendo en The New York Times

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