Francisco Corsica
En Venezuela yace una tierra de contrastes. Como dijo una vez un respetado profesor universitario: “es el lugar donde los opuestos coexisten armoniosamente, desde el tradicional colador de tela hasta la más moderna máquina dispensadora de café”. Pero este pintoresco mosaico no siempre es una bendición. Detrás de esta diversidad se esconde una triste realidad de desigualdad socioeconómica que pesa sobre los hombros de sus habitantes.
La imagen de la rica mezcla de culturas y paisajes tan diversos se desvanece ante la crudeza de la pobreza que aqueja a gran parte de la población venezolana. La situación es más que alarmante. Ni siquiera es necesario preguntar a cada persona sobre sus condiciones de vida para entender la profundidad del problema.
Basta con dar un paseo por las calles para ser testigo de la realidad que muchos prefieren ignorar. Las señales de la desigualdad, cuyo penoso extremo es la pobreza, se ubican en todas partes, desde las viviendas improvisadas hasta los niños jugando en las aceras. El deterioro del tejido social es evidente, pero lo más desgarrador es ver cómo el sufrimiento se ha vuelto una parte cotidiana de la vida para muchos venezolanos.
Por tomar un ejemplo, la brecha tecnológica se manifiesta de manera palpable en todos los rincones de Venezuela. Preguntas que quizá nadie se haya planteado: ¿Cuántos tipos de semáforos se pueden apreciar en las calles del país? ¿Acaso todos cuentan con un contador de segundos que marca el tiempo de espera? ¿O acaso brillan con la eficiencia de los bombillos LED o deslumbran con sus pantallas inteligentes?
Estas no son simples preguntas ociosas, sino un vistazo revelador a una realidad que salta a la vista. Las calles de Venezuela, lejos de ser tratadas con equidad, son testigos mudos de la disparidad que afecta a sus habitantes. Desde los semáforos de última generación en las zonas urbanas privilegiadas hasta los obsoletos y desgastados equipos en las áreas más marginadas, cada intersección cuenta una historia de desigualdad que se ve reflejada en materia tecnológica y vial.
Pero este fenómeno va más allá de la mera presencia de tecnología avanzada en algunos puntos y su ausencia en otros. Se trata de un símbolo poderoso de las profundas divisiones que atraviesan la sociedad venezolana. Mientras unos pocos disfrutan de las comodidades y la eficiencia que ofrecen los avances tecnológicos, muchos otros se ven obligados a lidiar con infraestructuras obsoletas y servicios deficientes.
Hace unos meses, el zumbido de la expectación llenó el aire cuando unos semáforos «inteligentes» hicieron su entrada triunfal en ciertas calles de Caracas. Estos no eran simplemente dispositivos de señalización, eran obras maestras de la ingeniería moderna. Brillaban con pantallas relucientes en lugar de los tradicionales bombillos, y su diseño futurista no pasó desapercibido.
Sin embargo, como era de esperarse, una sociedad tan abrumada tiende a ser inconforme. Las voces discordantes no tardaron en hacerse oír. Se alzaron argumentos de que eran ostentosos e innecesarios, una opinión que resonaba con aquel escepticismo arraigado que sugiere que «Venezuela se arregló», aunque todos sabemos que estamos lejos de alcanzar ese anhelado punto.
¿Quién puede culpar a aquellos que dudan? No han sido tiempos fáciles. A pesar de ello, detrás de estas críticas superficiales yace una verdad incómoda: el progreso no debería ser un privilegio reservado para unos pocos. Mucho menos cuando se trata de servicios básicos, disponibles para la sociedad en general.
Apenas a una o dos calles de distancia, la escena cambia drásticamente. Allí, se encuentran los semáforos olvidados por el tiempo. Sus bombillos viejos titilan débilmente, la pintura descascarada deja entrever años de abandono y es una sorpresa si todas las luces funcionan correctamente. Contrastes.
Sería fácil culpar a unos pocos semáforos inteligentes por destacar en medio de la desolación. Pero la verdad es que no son ellos el problema. Por el contrario, representan una oportunidad, un destello de lo que Venezuela podría lograr si se atreviera a abrazar la innovación y dejar atrás la obsolescencia. El verdadero error radica en la disparidad con la que se trata a cada rincón del país.
No podemos permitirnos seguir ignorando las desigualdades que dividen nuestras calles. No se trata solo de semáforos, es solo un ejemplo específico. Se trata de una brecha que no debería ser ignorada. Cada calle, cada vecindario, cada región merece ser tratada con equidad y respeto.
La disparidad entre zonas por motivos económicos es innegable. Eso existe en cualquier parte del mundo. Pero, ¿acaso eso justifica que los servicios básicos, como la señalización vial, discriminen a ciertas áreas y urbanizaciones? Por supuesto que no. La equidad en el acceso a estos servicios es fundamental para garantizar la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos, sin importar su ubicación geográfica o su estatus económico.
Es comprensible que se haya realizado una prueba piloto en un lugar específico antes de implementar cambios a gran escala. Sin embargo, lo que resulta incomprensible es la falta de progresión en la extensión de estos avances al resto del país. La instalación de semáforos inteligentes no debería ser vista como un lujo reservado para unos pocos, sino como una necesidad que merece ser satisfecha en todas las ciudades y comunidades.
Detrás de estas palabras no hay solo una discusión sobre la estética de unos cuantos semáforos. Lo que realmente está en juego es el futuro de Venezuela. Es hora de que este país abrace su potencial, para que pueda alcanzar una era de innovación y desarrollo. No se trata de una señalización más bonita, sino de un paso hacia adelante en el camino hacia un país más justo, próspero y avanzado. Como sociedad, es necesario abrazar la visión de un país donde la innovación y el progreso sean accesibles para todos.