Francisco Corsica
Quizá, al leer el título de esta nota, el lector haya pensado que se refería a la estructura de costos en Venezuela o a la capacidad adquisitiva de sus habitantes. Y aunque estos son temas fundamentales, que sin duda merecen atención, lo que aquí se pretende abordar es algo igualmente importante, pero que con demasiada frecuencia pasa desapercibido.
Este asunto, muchas veces invisible por la rapidez de la vida cotidiana, se ha vuelto parte de una realidad tan normalizada que ni siquiera se cuestiona. Se trata de una práctica que, lejos de ser inofensiva, erosiona valores fundamentales de la convivencia y del respeto entre generaciones.
Las historias que se escuchan en las calles venezolanas son tan pintorescas como su propio gentilicio. Relatos llenos de humor, ingenio y creatividad que forman parte de la idiosincrasia nacional. Sin embargo, también existen aquellos cuentos que revelan una realidad más sombría. No es raro escuchar sobre la persona que, por su avanzada edad, delega en los más jóvenes ciertas tareas que ya no puede realizar.
Uno de esos episodios llama especialmente la atención: un hombre mayor, con su bastón en mano, caminaba con dificultad por las calles, mientras buscaba desesperadamente un lugar donde pudieran aceptar un billete de cincuenta dólares estadounidenses.
Lo curioso de la situación no era solo su insistencia, sino el estado del billete: “Míralo aquí, tiene un corte pegado con un teipe”, explicó con desilusión a una mujer mucho más joven a la que le había pedido un favor. Su rostro reflejaba la impotencia de alguien que se veía atrapado por las circunstancias: “Aquí nadie me acepta este billete”, añadió con resignación.
Aquella señora, probablemente unos veinte años menor que él, lo miraba en silencio mientras él le explicaba su situación. Finalmente, accedió a ayudarlo, tomó el billete y, sin decir mucho, se marchó. Con un simple asentimiento de cabeza, se dispuso a cumplir con el recado, aunque, conociendo la naturaleza de muchos comerciantes, no sería una tarea fácil.
¿Cuál sería el desenlace? Quién sabe, pero no es difícil imaginar que la misión no sería sencilla. Este tipo de situaciones son más comunes de lo que deberían ser en un país donde el efectivo, especialmente en dólares, ha pasado a ser la moneda de uso corriente, pero no siempre bajo condiciones ideales.
Un billete dañado es prácticamente inutilizable, convirtiéndose en una carga para quien lo posee. En un lugar donde la informalidad reina y las reglas del comercio son más flexibles que en otros países, este hombre mayor quedó atrapado entre la necesidad y las limitaciones del sistema.
¿Por qué, entonces, es tan complicado que los negocios acepten billetes en mal estado, aunque sean perfectamente legítimos? Es una pregunta lógica que muchos se hacen. Los billetes, incluso aquellos dañados, suelen pasar sin problemas por las máquinas detectoras, validándose una y otra vez.
No están deteriorados porque sean falsos, sino porque han pasado por innumerables manos, sobreviviendo a transacciones diarias y siendo validados en más de una ocasión. Es cierto que existen casos de personas que intentan aprovecharse de las circunstancias para colar billetes falsos, pero no se puede generalizar y meter a todos en el mismo saco.
Cuesta creer que todo billete dañado es sospechoso o debería ser tratado como tal. De hecho, esta realidad ha generado un sinfín de bromas en la cultura popular. Uno de los memes más conocidos sobre esta situación muestra a una cajera revisando minuciosamente un billete, mientras el comprador, en tono sarcástico, le dice: “¡Falsas tus cejas!”.
La indignación no solo radica en la desconfianza excesiva, sino en la contradicción evidente con lo que ocurre en los países emisores. Allí, el papel moneda dañado se recibe sin problemas. Si es legítimo, la premisa es simple: no hay razón para rechazarlo. La pregunta que surge, entonces, es ¿por qué en Venezuela no se sigue la misma lógica?
Incluso, esta anécdota puede ir aún más lejos: en algunas regiones muy específicas del mundo, cuando un billete se rompe por la mitad, cada una de sus partes conserva exactamente la mitad del valor del billete original.
Es un dato curioso y poco conocido, que refleja una confianza en la legitimidad del dinero. Aquí, la realidad es otra. Naturalmente, no somos los emisores de esos billetes, pero contamos con todos los medios para comprobar de forma rápida y sencilla su autenticidad. Aun así, muchos optan por rechazarlos.
¿La razón? Un sinsentido que es difícil de justificar. No puede ser descrito de otra manera. En lugar de seguir la lógica de los países emisores, donde el dinero deteriorado es aceptado sin inconvenientes, aquí se le atribuye un valor de desconfianza por su simple apariencia.
Tal vez, ese rechazo sea solo un reflejo más de la precariedad que define la economía del país. Es triste decirlo, pero no es menos cierto por ello. A pesar de contar con los medios para verificar la legitimidad de un billete, se prioriza su apariencia sobre su valor real, generando frustración e inconvenientes para quienes dependen del efectivo para sus transacciones cotidianas.
Esta situación va más allá de lo económico; se trata de una cuestión de confianza, de respeto por el valor intrínseco del dinero y de una necesidad urgente de reestructurar las reglas informales que rigen el comercio en el país. Al final, lo que está en juego no es solo la circulación del dinero, sino la posibilidad de reconstruir una economía más justa y funcional.
¿Queremos al dólar en efectivo circulando por las calles venezolanas? Bien, entonces no hagamos engorrosas las cosas. Así como cualquiera acepta 100 bolívares deteriorados, debería poder hacerse lo mismo con divisas extranjeras. Claro, siempre y cuando sean piezas auténticas.