Opinión

El desmoronamiento de la autoestima

28 de abril de 2025

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Antonio Sánchez Alarcón

No hay exilio más desgarrador que el que uno no elige, sino que le imponen las circunstancias. Cuando alguien decide abandonar su país, no sólo deja atrás un territorio: deja una lengua en presente, una historia compartida, una vida posible. Pero en regímenes como los de Cuba, Nicaragua o Venezuela, esa fuga no es una elección, es una defensa. La necesidad de escapar se vuelve un acto de supervivencia emocional antes que política. No se huye de la tierra, se huye del vacío que la tiranía ha cavado en el alma.

Lo más grave de estos regímenes no es sólo la represión, la censura o la pobreza material. Es la erosión persistente de la autoestima colectiva. Cuando durante años se vive bajo la amenaza, la humillación o la manipulación cotidiana, el ciudadano no solo pierde derechos: se desconfigura por dentro. El Estado ya no necesita disparar; basta con que convenza al individuo de que no vale nada, de que no puede cambiar nada, de que no merece más.

El psicólogo venezolano Manuel Barroso lo advertía en su libro La Autoestima del Venezolano. El poder —escribía— no se impone solamente desde el fusil, sino desde la palabra que debilita, desde la cultura que anula, desde la autoridad que infantiliza. La autoestima, entendida no como narcisismo sino como reconocimiento de la propia dignidad, es uno de los primeros blancos de los regímenes autoritarios. Allí donde no hay respeto por el otro, tampoco puede haber respeto por uno mismo.

Esta demolición no se limita al individuo. Alcanza también a su entorno más inmediato: la familia. Las políticas sociales de estos regímenes, presentadas como emancipadoras, terminan muchas veces socavando los vínculos fundamentales. La dependencia total del Estado, el clientelismo, la desconfianza entre vecinos, el exilio forzado de padres, hijos o hermanos… Todo ello desarticula el tejido familiar, que es —o era— el último refugio cuando todo lo demás fallaba.

El filósofo español Fernando Savater advirtió en “Ética para Amador” que la libertad comienza en casa. Si la familia se desintegra, si los lazos se distorsionan, si los hijos crecen viendo que el poder siempre atropella y que callar es sobrevivir, entonces el daño no es político, es antropológico. Se forman ciudadanos obedientes, pero incapaces de respetarse a sí mismos como individuos.

Hoy, muchos prefieren ser apátridas a ser cautivos. No porque odien su país, sino porque ya no lo reconocen. Porque su país fue convertido en un sitio donde la dignidad es una amenaza y la esperanza un lujo. Y eso, aunque no salga en las estadísticas, es una tragedia que no se cura con elecciones ni con discursos. Solo con verdad. Y con reconstrucción interior.

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