Opinión

Lo rechazado encontró a la Madre que nunca dejó de esperar, guiar e inspirar

27 de julio de 2025

Pedro Morales*

En las montañas de algún rincón de América Latina, en un pequeño pueblo lleno de fe y tradiciones, tuvo lugar una historia que marcó un antes y un después en la vida de una comunidad y, sobre todo, en el corazón de un hombre. Lo que comenzó como un acto de furia y fanatismo terminó convirtiéndose en un conmovedor testimonio de reconciliación, humildad y amor.

Un pastor evangélico, conocido por sus sermones apasionados y sus críticas constantes hacia las tradiciones católicas, había dedicado años a condenar lo que consideraba una práctica equivocada: la veneración a la Virgen María. En el centro de la plaza del pueblo había una estatua de la Virgen de Guadalupe, con un manto azul lleno de estrellas. Para el pastor, aquella figura no era más que un obstáculo entre Dios y las personas, una idea que había aprendido desde niño y que nunca había cuestionado.

Una tarde de domingo, impulsado por una mezcla de orgullo y un celo religioso mal canalizado, el pastor tomó un martillo y, frente a los ojos atónitos de los habitantes, destruyó la estatua. Los fragmentos de madera volaron, y la cabeza de la Virgen rodó hasta los pies de una anciana que, entre lágrimas, se arrodilló como si hubiera perdido a su propia madre. El pastor, convencido de que estaba cumpliendo un deber divino, esperaba la aprobación de la comunidad. Sin embargo, lo que encontró fue silencio, tristeza y desolación en los rostros de quienes lo rodeaban.

Esa noche, el silencio empezó a devorar al pastor. Su iglesia, antes llena de fieles, quedó vacía. Su esposa lo observaba con una mezcla de tristeza y preocupación, y su hija pequeña parecía distante. Pero el pastor, aún cegado por su orgullo, justificaba sus acciones como un acto de fe. Todo cambió cuando su hija enfermó repentinamente. Ningún médico podía encontrar la causa de su fiebre y debilidad. Por primera vez en años, el pastor sintió que sus oraciones eran inútiles, que sus palabras no llegaban al cielo.

Una noche, mientras su hija dormía, el pastor tuvo un sueño que marcaría el inicio de su transformación. En el sueño, caminaba por un campo árido bajo un cielo gris. En lo alto de una colina, una luz brillaba suavemente, y allí estaba una mujer vestida con un manto azul y una mirada llena de compasión. La mujer no dijo mucho, pero señaló los pedazos rotos de la estatua que él había destruido. El pastor quiso justificarse, pero su voz se apagó ante el silencio de aquella figura. Finalmente, la mujer tocó su frente y le dijo: “Mi hijo te está esperando, pero antes necesitas entender el corazón de una madre.”

Al despertar, el pastor encontró a su hija dormida tranquilamente, como si algo invisible la hubiera sostenido durante la noche. Al día siguiente, una anciana del pueblo le entregó un rosario con una medalla de la Virgen. “La madre no guarda rencor, incluso cuando el hijo rompe su retrato. Solo quiere que vuelvas a casa,” le dijo la anciana. Con el rosario en las manos, el pastor comenzó a comprender algo que había negado durante años: María no competía con Dios. Era un puente, una madre que intercede, consuela y acoge.

Poco a poco, el pastor inició un camino de reconciliación. Visitó a las personas a quienes había herido con sus palabras y acciones. A cada una de ellas les pidió perdón con lágrimas sinceras. Aunque algunos guardaron silencio, nadie lo rechazó. “Porque cuando un corazón se rinde de verdad, hasta los ojos más duros lo reconocen,” reflexionó más tarde.

Pero el momento más significativo llegó cuando las hermanas del convento le pidieron que participara en la restauración de la imagen de la Virgen. Durante semanas, trabajó junto a artesanos locales para reparar cada grieta de la estatua. Las manos de la Virgen, que habían quedado completamente destruidas, fueron esculpidas nuevamente por una joven escultora devota. Cuando la imagen estuvo lista, no era igual a la original, pero sus cicatrices la hacían aún más hermosa, porque ahora no era solo una estatua: era un símbolo de perdón y redención.

El día de la reinauguración, la plaza estaba llena. Cuando el pastor retiró el velo que cubría la estatua restaurada, el pueblo guardó silencio. La Virgen, con sus manos rehechas y su manto marcado, parecía transmitir un mensaje: «Aunque rota, sigo siendo madre.» El pastor se arrodilló frente a la imagen, no como un líder religioso, sino como un hijo reconciliado. En ese instante, la comunidad también se unió, y lo que comenzó como un acto individual de perdón se convirtió en una sanación colectiva.

Desde entonces, la vida del pastor cambió por completo. Ya no predica con el afán de convertir, sino con el propósito de compartir su testimonio. Visita hospitales, prisiones y comunidades, llevando consigo una Biblia y un pequeño cuadro de la Virgen. En esos encuentros, ha visto cómo personas endurecidas por la vida encuentran consuelo en el amor maternal que María representa.

Cuando se le pregunta qué lo transformó, el pastor responde con sencillez: “Rompí una imagen, pero fue ella quien reconstruyó mi alma.” Y así, en aquel pequeño pueblo, la imagen de la Virgen sigue en pie, más hermosa que nunca. No porque sea perfecta, sino porque ahora lleva consigo la historia de un hombre que fue sanado y de una madre que nunca dejó de esperar.

¡Al final, el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María triunfará!

Referencia:

Morales, P. (2025). La Grita como espejo del alma humana en la veneración al Santo Cristo.  Publicado: La Nación. Julio 20 de 2025. Enlace: https://lanacionweb.com/opinion/la-grita-como-espejo-del-alma-humana-en-la-veneracion-al-santo-cristo/

Misión Eucarística para la liberación espiritual «Salve María Auxiliadora, economía de la salvación y de la felicidad verdadera».

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