Opinión

Hados: Fábula Tachirense de almas que reclaman su justicia

28 de julio de 2025

Antonio Sánchez Alarcón

En una ciudad donde el viento arrastra nombres olvidados y las piedras aún conservan la memoria de los condenados, una joven llamada Lilian despierta, sin saberlo, en el centro de una historia que no comenzó con ella, pero que no podrá terminar sin su temblorosa voluntad. “Hados”, la más reciente película del cineasta tachirense Carlos Molina, no es solo una obra de ficción: es una invocación. Una película nacida no del cálculo, sino del soplo oscuro de las fuerzas que no se ven, pero gobiernan.

Quien entra en su relato, ya no puede salir indemne. Porque no se trata de una historia de amor cualquiera, ni de un drama político, ni de un ejercicio de nostalgia. Hados es todas esas cosas y al mismo tiempo otra más profunda: Una fábula encarnada en los huesos de San Cristóbal, donde los espectros caminan por las calles con el rostro de nuestros abuelos y las muchachas aún heredan las culpas de los linajes antiguos.

Lilian, atrapada entre los restos de un amor perdido y la seducción turbia de un pretendiente que huele a poder, comienza a oír voces. No voces interiores —de esas que la psicología explica con apuro—, sino voces que llegan desde los archivos empolvados, desde las criptas monásticas, desde los árboles que presenciaron ahorcamientos sin justicia. En el lento y hermoso vaivén de la historia, ella descubrirá que no es del todo ella misma, sino la reencarnación de otra joven, Florencia, que un día salvó a dos inocentes de la oscuridad definitiva. Y que esa sangre —la suya, la de ambas— exige algo más que comprensión: exige memoria.

Carlos Molina, que ha dirigido esta película con una mezcla extraña de ternura y ferocidad, no filma para contar, sino para convocar. Convoca las imágenes dormidas del Táchira, la piedra del indio como umbral entre mundos, los manuscritos secretos como reliquias vivas, los fantasmas de Pirineos como testigos del olvido nacional. Es un cine que se atreve a nombrar lo innombrado, que pone en escena aquello que nuestras familias susurraban pero nunca dijeron del todo.

No es casual que la película se llame Hados. No porque sea bonito, ni porque suene antiguo, sino porque hay en ella la certeza de que no somos dueños de nuestros pasos. Los hados —esas fuerzas que no son dioses ni demonios, pero que entretejen el destino con manos invisibles— soplan sobre cada decisión de Lilian. Y soplan también sobre nosotros, los que miramos.

Quien espere linealidad, encontrará saltos. Quien busque certezas, recibirá signos. Y quien llegue por amor, se quedará por el temblor de lo que no se puede decir.

No contaremos el desenlace. No por cortesía, sino porque no puede contarse: debe sentirse. Basta saber que en las últimas escenas todo se vuelve sagrado, y que los vivos y los muertos se reconocen —por fin— en una misma respiración.

Quienes deseen verla, deben contactar sin demora a Asovicine Táchira, que con pasión y sin garantías ha puesto esta joya en movimiento. Ellos sabrán decir qué salas, qué días y qué horas permitirán el cruce. Y tal vez —si el hado lo permite— uno salga de la sala con el corazón distinto. Más lleno. Más viejo. Más verdadero.

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