El obispo emérito instruyó en su testamento que su cuerpo sea enterrado en la catedral de San Cristóbal, a los pies del Cristo del Limoncito, y que su corazón repose en el Santuario Diocesano del Santo Cristo
Por Daniel Pabón
La muerte sella la meta de la peregrinación terrena. Lo escribió Pablo VI en su última meditación, antes de fallecer un 6 de agosto de 1978. Mario Moronta admiraba de manera singular el papado del italiano. Él, que acrecentó el carácter peregrino del Táchira y que elevó el sabor a pueblo de sus festividades, acaba de sellar esta meta este lunes 5 de agosto.
Se durmió el corazón del padre y pastor de más de un millón de católicos tachirenses durante el último cuarto de siglo. Mario Moronta ha llegado al anochecer de su vida a los 76 años, tras acumular obras de respaldo a su lema episcopal: servidor y testigo.
Ordenado presbítero el 19 de abril de 1975, Moronta ejerció su ministerio sacerdotal en distintas parroquias de la Diócesis de Los Teques, estado Miranda. Tras 15 años de servicio en comunidades de Cúa, los Valles del Tuy y Guarenas, además de docente y secretario-canciller, san Juan Pablo II lo llamó al orden de los obispos.
Con su ordenación episcopal, el 27 de mayo de 1990, Moronta se convirtió en obispo auxiliar de Caracas. Le tocó una capital convulsa en el terreno político, con eventos como los del 4 de febrero de 1992. A fines de 1995 la Santa Sede le asignó volver a Los Teques en calidad de obispo titular de esa Iglesia.
Cierta noche del año 1999 le llamaron a presentarse en la Nunciatura Apostólica. Con 50 años a cuestas, conoció el que sería su proyecto para el resto de la vida, a más de 800 kilómetros de casa.
Mario del Valle Moronta Rodríguez (Caracas, 1949) tomó posesión como el quinto obispo de San Cristóbal el viernes 18 de junio de 1999. Y así se mantuvo hasta el sábado 14 de diciembre de 2024, cuando entregó el báculo pastoral de Sanmiguel, fundador de esta Iglesia local, a su sucesor y actual pastor Lisandro Rivas.
25 años, seis meses y 26 días encarnándose como tachirense. Fue el segundo episcopado más largo de esta centenaria diócesis, apenas superado por Alejandro Fernández Feo, quien portó durante 32 años la mitra de San Cristóbal.
25 años es una generación entera. En términos eclesiales, podríamos bien hablar de la “generación Moronta”. A él le hizo gracia esta etiqueta cuando la escuchó de nuestra parte al adquirir la condición de emérito.
Un peregrino más

Moronta empezó su episcopado tachirense adentrándose en los montes y valles andinos. Sabía que el Santo Cristo y Nuestra Señora de Consolación son los dos íconos fundamentales en la vida de fe de este pueblo. Por eso entró por Pueblo Hondo y peregrinó por La Grita y por Táriba antes de coronar San Cristóbal. Se abandonó así en los brazos del Rostro Sereno y en el manto de María del Táchira.
El presidente Hugo Chávez no ocultaba su cercanía y comunicación con el obispo Moronta. En una alocución de julio de 2005, el jefe de Estado cuestionó que la jerarquía eclesiástica tuviera “castigado” al prelado en un rincón de Venezuela, lejos de la capital. Monseñor respondió agradecido de servir al Táchira y ratificó que su vocación se debía por entero a la Iglesia. Ocho años después, Moronta ofició el funeral de Estado de Chávez frente a más de 30 jefes de Estado y de gobierno.
Con el apoyo del gobierno nacional, Moronta animó la construcción de un nuevo, amplio y moderno santuario diocesano para albergar la multitudinaria festividad del Santo Cristo, a quien él también declaró patrono del Táchira y protector de los Andes venezolanos el 6 de agosto de 2007.
Se ganó enemistades, de suerte que en 2014 el Concejo Municipal de Jáuregui, por entonces de mayoría opositora al gobierno nacional, lo declaró persona non grata.
Una década más tarde, durante su última misa pontifical al Santo Cristo, el 6 de agosto de 2024, Moronta sorprendió con varias revelaciones en la homilía. Recordó que el único sitio donde alguna vez fue agredido físicamente fue en La Grita, por alguien que no estaba de acuerdo con ideas por él presentadas a favor del Santo Cristo y de la ciudad. Evocó también aquella declaratoria de persona non grata.
El Santo Cristo, prosiguió, lo impulsó a perdonar. “Les aseguro que me costó”, dijo. “Debí dejar la rabia y la impotencia a un lado para demostrarme lo que yo mismo he predicado cuando aseguro actuar en el nombre del Señor”. Relató que sintió la fuerza del Santo Cristo y que, luego, se sintió libre. Él mismo pidió a las autoridades la liberación del agresor. El Concejo Municipal de la vieja legislatura opositora nunca deshizo aquella declaratoria.
En esa reveladora predicación, Moronta también comunicó parte de su testamento: pidió que, si bien luego de su partida a la eternidad su cuerpo debía ser enterrado en la catedral de San Cristóbal a los pies del Cristo del Limoncito, quería que su corazón repose en el Santuario Diocesano del Santo Cristo en La Grita.
Moronta fallece el día en que La Grita cumple 449 años de fundación, en la víspera de la fiesta patronal del Santo Cristo, que él presidió durante el último cuarto de siglo.
Los sermones más profundos

Como regente de la Iglesia del Táchira, Moronta ideó y ejecutó el segundo y tercer sínodo (junta del clero) de la Diócesis. Este es un instrumento por excelencia para la renovación de la hoja de ruta de una Iglesia local.
Fortaleció el Seminario Diocesano, con un nuevo Proyecto Educativo acorde a las exigencias de los tiempos modernos. Avanzó en la formación de los laicos, con el Consejo Diocesano de Laicos, los consejos pastorales y económicos parroquiales y el Plan de Pastoral. Como gran canciller de la Universidad Católica del Táchira, consolidó también un nuevo y moderno parque universitario.
Consciente del llamado a todos los cristianos para ser santos, Moronta impulsó siete procesos de beatificación desde su curia, con el ferviente deseo de que el Táchira pueda tener sus propios beatos y santos.
Más allá de obispo, Mario Moronta fue también voz de la conciencia tachirense a través de tres palestras: sus homilías, sus declaraciones a los medios y sus libros.
En alguna meditación durante la pandemia de covid-19, el presbítero Edgar Sánchez destacó el “magisterio homilético” de Moronta. Se refería al arte y la ciencia de predicar que tan bien se le daban al obispo. Meticuloso en la preparación de sus sermones, resaltaba por una presentación del mensaje religioso siempre ovacionada por la gente.
Las decenas de homilías de monseñor Moronta perviven como testimonio de su capacidad para interpretar el Evangelio y, sobre todo, para relacionarlo con los problemas y sufrimientos del pueblo.
La denuncia hacia la corrupción, el narcotráfico, la incursión de grupos, el aborto y hasta el “verdadero sentido”, decía, de la feria de San Sebastián le valían por igual tanto aclamaciones populares en las homilías del Santo Cristo y la Consolación como reclamos públicos desde altas esferas del poder.
En la prensa, su voz crítica especialmente de la última década frente al contexto social, económico y político le valían frecuentes titulares. No en vano el declarante era también el segundo y después el primer vicepresidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, cargos para los cuales resultó reelecto por cuatro trienios entre 2012 y 2024.
Voz de la Iglesia nacional
Llegar a ser el número dos de la jerarquía eclesiástica de un país donde la Iglesia es valorada como la institución más confiable también le supuso desafíos importantes. En julio de 2022, Mario Moronta ejerció como portavoz de la CEV para explicar cómo las diócesis y arquidiócesis procesaban las denuncias publicadas en medios en contra de sacerdotes acusados de delitos sexuales.
Al fragor de la declaración mediática se suma el reposo de la obra académica. Su pluma se expresó en más de 25 libros. En estos cientos de páginas escribe el Mario bachiller en teología, licenciado en filosofía y en ciencias bíblicas y doctor en sagrada teología de la Pontifica Universidad Gregoriana. El Mario intelectual.

En “El Hombre Nuevo” (2022), uno de sus últimos títulos, Moronta regala a los laicos un manual para que se formen en teología, destacando la presencia de la mujer en la Iglesia bajo la figura de María. Justo ese año la Universidad Nacional Experimental del Táchira le confirió un doctorado honoris causa.
“¿Podemos llegar a pensar que el Táchira y Norte de Santander, junto con otros espacios del Cesar y Zulia, puedan ser considerados como una ‘Nación’?”, preguntó Moronta durante aquel discurso de orden en el teatro de la UNET. En ese texto, invita a dar pasos sobre el eje Cúcuta-San Antonio-Ureña y a “asumir el riesgo de soñar” lo que podría ser un “estatuto especial de nación de frontera”.
Moronta tenía clara su dimensión de pastor diocesano de frontera. En ese sentido, impulsó el funcionamiento de una casa de paso temporal en San Antonio del Táchira para atender a personas en tránsito. Los migrantes eran tema recurrente de sus predicaciones. Para fortalecer cómo la Iglesia podía servirles, desarrolló confraternidad con su par del otro lado del río Táchira, el obispo de Cúcuta Víctor Manuel Ochoa, quien se le adelantó a la eternidad el pasado mes de junio.
Se reconocía ciudadano fronterizo, pero esencialmente tachirense. “Nunca me he sentido extraño en esta tierra. Aunque nací en Caracas y trabajé principalmente en el estado Miranda, cuando llegué a esta Diócesis venía con la intencionalidad de hacerme tachirense con los tachirenses. He intentado hacerlo y es mi compromiso continuar haciéndolo”, me dijo durante una entrevista cuando cumplía 20 años viviendo al lado de donde Juan Maldonado fundó San Cristóbal en 1561.
La última vez que conversé en persona con Mario Moronta fue en noviembre de 2024 en la residencia de los obispos eméritos de San Cristóbal. Aunque enfermo del hígado, se veía sereno y satisfecho con la vida que vivió.
Algo me reveló: escribió de su puño y letra unas memorias personales. Desea que salgan a la luz pública unos 10 años después de su fallecimiento, porque podrían impactar a personas mencionadas. Ahora, cuando Mario Moronta ingresa a la historia, se abre también una cuenta regresiva para descubrir más vivencias del hombre, servidor y testigo, debajo del ornamento pontifical.
