Todos los seres vivos tienen sus propias maneras de comportarse. Así, las plantas involuntariamente lo hacen acatando la inmodificable naturaleza, a la cual están sujetas. Los animales irracionales respondiendo a sus instintos y a los innegables aprendizajes. No así los seres humanos, quienes ajustan su comportamiento a la cultura que poseen.
Cabe afirmar que, de estos últimos debe esperarse siempre la adopción de respetuosos modos de desenvolvimiento en su vida diaria, acordes a su estatus y, más aún, a los de mayor jerarquía la exigencia ha de ser también mayor.
Ciertamente, las personas, aunque no se lo propongan, con su habitual comportamiento ejercen un magisterio, una enseñanza, que suele ser percibida por los de su entorno y que, aunque no la estén buscando, es posible que algo se les pegue. Pues es un hecho que en la sociedad donde convivimos, indistintamente, todos somos educadores y educandos (sin la intención de serlo).
En cambio, a los docentes, tratándose de educación sistemática, se les exige, además del dominio de los conocimientos que imparten y sus claras explicaciones, una adecuada actitud personal, que sugiera ser copiada a manera de modelo por los alumnos.
La otra educación, la informal, que no está sujeta a planificación alguna ni a cánones pedagógicos, es la que se ejerce con el quehacer diario en el cumplimiento de las tantas obligaciones. En este sentido, hay personas que, con su habitual comportamiento en el camino de sus vidas, van dejando estelas que se traducen en siembra de virtuales testimonios, en vivas enseñanzas.
Hay instrumentos legales que apuntan los requisitos exigibles para optar a ciertos cargos públicos, pero dejan en blanco lo que tiene que ver con la decencia, el respeto y la prudencia. Los funcionarios públicos, sobre todo los de máxima jerarquía, a quienes se les denomina magistrados, son los más acuciosamente observados, tanto en el auditorio nacional como en el internacional.
Eliseo Suárez Buitrago) /