Jonathan Maldonado
La avenida Venezuela, en San Antonio del Táchira, y la vía principal de La Parada, en Colombia, no son iguales respecto a 15 meses atrás, cuando los negocios informales pululaban al ritmo de ciudadanos que solían visitar la frontera para cruzar a Colombia. El arribo del virus menguó todo y dejó a un grupo que sigue resistiendo.
Al principio de la pandemia, en marzo de 2020, la frontera colombo-venezolana lucía desolada, casi en su totalidad. Las personas dedicadas a las ventas de productos en las calles, en su mayoría venezolanos, fueron retornando a sus estados de origen. Otros, empujados a sobrevivir con algunos ahorros, fueron resistiendo, hasta ir retomando su actividad informal.
Con el paso de los meses, aunque el virus no se ha ido, se han dado ciertas flexibilizaciones. Venezuela tiene su método 7+7, el cual evalúa eliminar en los próximos días, mientras Colombia mantiene una economía más activa, con cifras elevadas de contagios y decesos, que van a la baja con jornadas masivas de vacunación en todos sus departamentos.
Y es que el afán por tener algo en el bolsillo ha empujado a muchos a perderle el miedo al covid-19. En la primera localidad colombiana, al cruzar del Táchira, más del 90 % de los informales son venezolanos. Incluso hay grupos que han arribado en tiempos de pandemia para probar suerte en la zona.
Ventas de comida, café, chucherías y refresco, así como puestos de ropa, zapatos, artículos para celulares y gorras, son manejados por venezolanos que se las han ingeniado para seguir en un punto que ha presentado virajes drásticos a raíz de la pandemia y que, a la fecha, sigue azotando a la humanidad.
Del lado venezolano, en la arteria vial que conduce a las vallas metálicas, y posteriormente a la Aduana Principal y puente Simón Bolívar, la informalidad ha optado por ofrecer servicios al grupo de ciudadanos que usan a diario el canal humanitario: están los “silleros”, quienes trasladan hasta La Parada a personas con dificultades para caminar, y también los que ofrecen transporte a corta y larga distancia.
Algunos se paran justo en la entrada al paso preferencial para ofrecer carreras hasta San Cristóbal o Rubio. Las cortas distancias son solventadas por los mototaxis que se apostan en la avenida. Una línea, legalmente constituida, va turnando a sus integrantes con el objetivo de que puedan ir obteniendo el sustento del hogar.
La cantidad de personas que salen a ejercer su trabajo informal varía un poco en semana radical o flexible, pues el ritmo de ciudadanos que van y vienen de Colombia, que son potenciales clientes, depende del esquema 7+7, manejado en Venezuela como mecanismo para frenar los incrementos de contagios covid-19.
“Tengo tres años y medio en La Parada”
Isabel llegó hace más de tres años a La Parada, en Colombia, donde se radicó con su esposo. Al inicio, cuando los puentes aún estaban abiertos y el río de gente los cruzaba, la dama se dedicaba a vender combos de lápices, con bolígrafos y marcadores. “La gente los compraba y me iba bien”, dijo.
Como migrante, no se queja, pues está cerca de su país y lo visita contantemente. “Le doy gracias a Dios, pues mi esposo y yo hemos logrado salir adelante”, aseveró, para dejar claro que, tras reunir un capital, consiguió cambiar de negocio y se arriesgó en la venta de arepas y almuerzos.
“Nos iba bien, y como no tenemos niños pequeños, la situación es algo más cómoda”, prosiguió quien con el arribo del virus se vio en la obligación de abandonar el negocio, pues ya no era rentable y generaba pérdidas. “La oportunidad nos la dio Migración Colombia, y comenzamos a trabajar de ´silleros´. Yo entré primero”, dijo.
En la actualidad, hay siete “silleros” organizados del lado neogranadino. Cada uno respeta su turno, para trabajar en armonía y evitar las confrontaciones. “El ambiente de trabajo es bueno. Al principio fue rudo, ya que había menos gente y la posibilidad de prestar el servicio se hacía cuesta arriba”, acotó.
“Colombia nos ha dado mucho apoyo. Yo tengo control sanitario en la Cruz Roja, donde recibo las pastillas para la tensión”, señaló la ciudadana, quien es oriunda de la ciudad de Maracay, en el estado Aragua. “Mis compañeros y yo estamos agradecidos por los favores encontrados con las autoridades”, puntualizó.
En Maracay, Isabel mantiene su casa, que “con tanto sacrificio pude comprar”, y está al cuidado de sus hermanos, con quienes tiene constante comunicación y les envía dinero. “El virus me dio muy fuerte. A mí me trancó y me inflamó los pulmones; es muy peligroso”, sentención mientras se mostraba a gusto por el apoyo de su pareja.
“Comiendo poco y sabiendo sobrevivir”
Noris Mejías, de 54 años, ya ha sumado tres años viviendo en la frontera, lado colombiano. Nacida en Valencia, estado Carabobo, emprendió viaje hace 36 meses hacia el municipio Villa del Rosario, en Colombia.
“Es duro ser migrante, pero creo que más duro sería estar allá en Venezuela”, soltó Mejías, quien aún tiene familiares en Valencia, y “la están pasando fuerte”. De las ganancias obtenidas por las ventas, apartan algo de dinero para enviárselo a sus parientes.
“Vivimos alquilados en La Parada. Al principio vivíamos en El Rosario, pero con el tiempo nos mudamos para acá”, señaló mientras dejaba claro que mensualmente deben desembolsillar 300 mil pesos para cancelar la residencia.
A la quincuagenaria se le consigue en uno de los tarantines ubicados cerca de las casas de cambio, donde exhibe diversidad de ropa íntima. “Tengo más de dos años sin ir a Valencia”, acotó la mujer, al tiempo que resaltó que tiene dos hijas y un hijo en su ciudad de origen.
Aferrada a Dios, Mejías dio sus primeros pasos como migrante vendiendo chupetas en La Parada. Luego cambió el producto por pan y agua, en un momento donde el tránsito de personas era en masa. “Ahora tengo mi puesto de ropa interior. Ha sido muy duro mantenerlo, por la pandemia”, dijo.
“Cuando uno confía en Dios, todo es posible. Acá vivo con mi esposo, una hija y mi nieto. A mi pareja, un amigo a veces le consigue trabajo como albañil”, especificó la ciudadana desde su tarantín.
“Las ventas han disminuido mucho”
Félix Carvajalino va a cumplir un lustro de haber salido de Venezuela. Desde muy joven dejó su tierra natal, Colombia, para migrar al vecino país, donde vivió por más de 30 años en Valencia. La situación económica lo empujó a regresar a sus raíces, específicamente a La Parada.
Desde que arribó a la zona y hasta la fecha, vende golosinas y cigarrillos en la localidad neogranadina. “El virus ha dificultado todo. Las ventas han disminuido mucho, en comparación con el escenario que se vivía con los puentes abiertos”, resaltó el quincuagenario desde su tarantín.
Carvajalino enfatizó en la necesidad de la mayoría por ver los puentes binacionales abiertos. “Ya ha transcurrido más de un año y seguimos en la misma situación, muy desfavorable para nosotros”, recalcó, para luego indicar que una apertura debe hacerse tomándose en cuenta los protocolos de bioseguridad.
De Venezuela, el caballero guarda grandes recuerdos y vivencias. Allí, en el país que le abrió las puertas por más de tres décadas, construyó su núcleo familiar, y laboró pintando casas. “El dinero alcanzaba y daba para mucho, pero en los últimos años la situación se agravó enormemente”, dijo.
“Salimos por turno, como si fuera una línea de taxis”
A las 5:00 a.m. o más temprano, William Acosta, de 49 años, llega a la avenida Venezuela, en San Antonio del Táchira. En esa vía, cerca de las vallas metálicas, trabaja como “sillero” junto a otros ciudadanos.
Acosta es oriundo del estado Guárico. De esa región venezolana salió hace aproximadamente un año y dos meses, cuando la pandemia estaba empezando en una zona que no ha escapado de los contagios y fallecimientos por el covid-19.
“Llegué acá y conocí a los amigos de la avenida, me cedieron una silla y empecé a laborar. Llegué en la propia pandemia. La necesidad me hizo migrar. Allá, en Guárico, estaba pasando necesidades económicas”, confesó el ciudadano.
Aunque le costó adaptarse a la frontera, ya lleva más de 12 meses de estadía. “Estoy todos los días luchando con mis compañeros de trabajo, desde las 5:00 a.m. y hasta las 3:00 o 4:00 p.m., y a veces, hasta ya entrada la noche”, reiteró.
“Recorro San Antonio para vender el café”
José Ramón Ramírez, 50 años, llegó a la frontera hace seis meses para obtener ingresos en otra moneda, en este caso pesos colombianos, y así ir reuniendo para su meta final: migrar a Cali, Colombia, donde lo espera un grupo de amigos.
Ramírez es del estado Mérida. De esta región se fue como consecuencia de las pocas alternativas de trabajo. “Acá me va bien, me vine solo”, aseveró quien desde el principio se puso a vender café, desandando las calles de San Antonio.
A veces, como en el momento de la entrevista, hace su parada en la avenida Venezuela, muy cerca de la entrada al canal humanitario, donde van ingresando, de forma graneada, grupos de pacientes.
Aunque al quincuagenario le costó abandonar su casa, no tuvo otra opción, pues le urgía tener un trabajo cuyas ganancias le permitieran asegurar sus tres comidas. “Antes venía a la frontera a vender caraotas, pero la implementación de tantas alcabalas no le dio rentabilidad a mi labor”, denunció.
Ramírez se levanta a las 3:00 a.m. a preparar el café, sale a las 5:00 o 6:00 a.m. y regresa a casa a las 11:00 a.m., para preparar más café y, de esta manera, salir nuevamente en horas de la tarde.