Opinión

Cultura y praxis de la democracia

19 de enero de 2021

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Cesar Pérez Vivas


Estamos en la víspera de conmemorar un nuevo aniversario de la histórica jornada del 23 de Enero de 1958, fecha en la cual se derrotó la última dictadura del siglo XX venezolano.  La fecha es propicia para formularnos algunas reflexiones, ahora, cuando en la primera parte del siglo XXI, volvimos a caer en el abismo del autoritarismo y en un penoso retroceso social, que nos ha sumido en la pobreza y en una fractura severa del alma nacional.

 

El 23 de Enero de 1958 fue el resultado de un espíritu de unidad y sacrificio de nuestra sociedad, así como del agotamiento de una cúpula militar y política que usurpó el poder por una década. La instauración de la democracia, con las lecciones aprendidas por nuestro liderazgo, fruto de errores y fracasos anteriores, nos trajo una democracia inclusiva, con un balance histórico de crecimiento humano, institucional, económico, cultural y social para nuestra amada nación.

El pacto de Punto Fijo representó un acuerdo patriótico como resultado del nivel de madurez, responsabilidad, realismo y compromiso con nuestro pueblo,  de una calase política, forjadora de la etapa  de mayor progreso, estabilidad y bienestar de nuestra sociedad.

Al registrar positivamente  este balance histórico, no pretendo ocultar las graves falencias ocurridas a lo largo de los 40 años de la democracia. Como todo sistema humano, presentó graves desviaciones y fracasos. Pero al hacer una valoración de conjunto, no hay duda que es la etapa de mayor estabilidad y bienestar de nuestra nación.  La naturaleza de este artículo no permite detenerme en ese estudio, sobre el cual hay abundante literatura, escrita desde diversos ángulos y perspectivas.

Pretendo en una fecha como la que ahora recordamos, extraer, entonces, un par de lecciones aplicables a este  momento histórico.

En primer lugar la naturaleza de la dictadura que ahora padecemos. Su capacidad destructora es infinitamente mayor a las conocidas en nuestra vida republicana, sobre todo, valorando el nivel de conciencia adquirida por la humanidad en pleno siglo XXI, en relación con temas como derechos humanos, transparencia, desarrollo y estado de derecho.

Su exacta calificación y comprensión nos obliga, como ciudadanos conscientes y responsables, a un nivel de desprendimiento y unidad de mayor alcance que el hasta ahora alcanzado. Es menester rescatar, en todo su esplendor, el espíritu unitario que caracterizó la jornada histórica del 23 de enero de 1958.

Una nación que padece los rigores de la devastación producida por el socialismo del siglo XXI, no puede darse el lujo de ver a sus dirigentes democráticos sumidos en una diatriba subalterna,  por dirimir cuál es el jefe de la oposición o quien logra mayores réditos publicitarios, en sus afanes por posesionarse como la imagen  mejor valorada en mediciones de opinión.  Tampoco quien es recibido con mayor cotidianidad en los centros del poder del mundo democrático.

En esta hora se requiere una unidad real, responsable y patriótica,  que permita canalizar de forma eficiente,  la diversidad de pensamientos y planteamientos estratégicos existentes en el seno de la sociedad democrática.

Una unidad surgida de nuestra vinculación con las bases populares y con la amplia extensión de nuestra geografía física y humana. No basta un acuerdo cupular de los factores políticos, que siempre deberá trabajarse. Es necesario legitimar esos acuerdos con la participación de los ciudadanos. La misma permitirá lograr mejores mecanismos de integración, dotando de  legitimidad dichos procesos.

Además de la necesaria unidad, urge una auténtica praxis de la vida democrática.  La democracia más que un sistema de gobierno, que sin lugar a dudas lo es, constituye un sistema de vida a  asumir en nuestra existencia societaria.  Un demócrata debe demostrar su talante en toda circunstancia de la vida social en la que se desenvuelve.

Nuestra sociedad democrática debe ser auténtica. Debe predicar, exigir y vivir la democracia. Resulta un contrasentido ver y oír a actores políticos expresar su repudio a las prácticas autoritarias y abusivas del militarismo marxista que padecemos, cuando apreciamos comportamientos parecidos en el seno de sus organizaciones políticas, gremiales, sindicales y sociales, o  en el de la sociedad democrática en su conjunto.

Si deseamos, pregonamos y luchamos por un estado democrático, de derecho y de justicia,  empecemos por aplicar esas reglas en nuestras organizaciones. Si abogamos por el principio de legalidad, como elemento cardinal de la vida social, y rechazamos la manipulación del derecho, hagamos valer dicho principio en nuestra vida política y social.

Si exigimos honestidad y responsabilidad en  el ejercicio del poder público, hagamos lo propio en el ejercicio de nuestras tareas de liderazgo.  Si repudiamos el fraude legal y electoral, demos ejemplo en nuestras organizaciones con apego al orden jurídico y a la transparencia.  Si repudiamos el sectarismo, la intolerancia y la agresión sistemática para quienes piensa distinto a nosotros, entonces aceptemos y practiquemos el pluralismo en todo su contenido.

No podemos exigir democracia, y vivir en nuestras organizaciones y en la sociedad a la que pertenecemos, imbuidos en una cultura de arbitrariedad y autoritarismo.

Tales reflexiones son fundamentales en esta hora, porque así como el 23 de enero de 1958 contagió a la sociedad venezolana de un gran espíritu unitario y democrático,  el 2 de febrero de 1999, con la toma de posesión de Hugo Chávez como presidente de la República, contagió a nuestra sociedad de un espíritu autoritario y militarista, que ha degenerado en una cultura del fraude y la arbitrariedad.

Al celebrar, este 23 de enero de 2021,  el 62 aniversario de la caída de la dictadura de Perez Jiménez, es menester recatar  los valores de la cultura y la práctica democrática, surgida en aquellos tiempos. Principios hoy difuminados ante la implantación del autoritarismo.

 

 

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