Fredy Contreras Rodríguez *
Las circunstancias que vivimos desde 2014 han agravado el cáncer de la corrupción. A la desalmada agresión económica internacional, el progresivo deterioro del salario y su nula capacidad adquisitiva; la escasez de alimentos y combustibles; el desabastecimiento de productos de primera necesidad; los problemas en la distribución del CLAP y otros programas sociales; el agobio por necesidades básicas insatisfechas; la depauperación y el empobrecimiento material generalizado en más del 95 % de la población; la corrupción administrativa, la ineficiencia y el burocratismo y otras calamidades derivadas del estado general de cosas que tiene Venezuela, se ha sumado una modalidad de corrupción casi crónica, cada vez más visible, que siempre ha existido y que en tiempos de bonanza tendía a desaparecer. Es una manifestación nefasta y dañina que no ataca a los dineros del Estado, sino al bolsillo del ciudadano, atropellando sus derechos fundamentales cuando peticiona, gestiona o tramita ante un organismo o cuando atiende una orden de seguridad ciudadana.
Ya no se trata del asalto al patrimonio público y los actos de corrupción que aplican los corruptos de cuello blanco (verde, rojo, amarillo, azul) en compras con sobreprecio, duplicidad de inversiones, desorden administrativo, cobro de comisiones, empresas con testaferros, decretos de emergencias injustificables, procesos licitatorios viciados, peculado de uso, nóminas paralelas, administración directa y discrecional de fondos públicos, compras a una sola empres y muchas otras formas de atraco a los presupuestos. Tampoco se trata de la corrupción ni de los corruptos que muerden el dinero de todos, rapiñando el presupuesto en alcaldías, gobernaciones, ministerios, institutos autónomos o cobrando comisiones que salen del erario público. Mucho menos se trata del sobreprecio o la comisión en divisas que salen de los contratos petroleros o las comisiones y desafueros que fulminaron el plan de inversiones eléctricas en tiempos de Chávez (13.000 millones de dólares anunciados en 2008; 4.000 millones en 2010 y 1.550 millones en 2012) que andan saltando en el corrompido sistema financiero internacional, de banco en banco y de paraíso fiscal en paraíso fiscal, y que se traduce en el viacrucis eléctrico que hoy vivimos por el racionamiento.
Se trata de la corrupción famélica que se sufre en todas partes: en oficinas municipales, estadales y nacionales y todas las ramas del poder público. Es el más generalizado y común acto de corrupción, expresado en el expolio al bolsillo del ciudadano cuando pide, gestiona o tramita en una alcaldía, un registro, un despacho, un tribunal, una fiscalía, una oficina pública; la que le aplican al motorizado en alcabalas improvisadas; la que ejecuta el funcionario para recibir una boleta, expedir una constancia o hacer un trámite interno en un procedimiento o proceso; la que sufre la señora que necesita con urgencia un acta de nacimiento; la que asalta sin compasión al abogado en una oficina de alguaciles para tramitar una diligencia; la que aplica el archivista que no consigue el documento o el expediente; la que ejerce algún juez o jueza en forma subrepticia, para atender una diligencia y resolver el asunto; la que se ve en la venta de combustibles cuando escasea y cuyo eslabón famélico es el revendedor, pues el jefe o jefa se regodea con los millones que produce la venta de combustibles asaltados al Estado; la que se debe soportar para un apostillado rápido y oportuno; la que se manifiesta de mil maneras en el sistema de justicia -fiscalías, defensorías, contralorías- y sus instituciones; la que ocurre en algún despacho policial para retirar del sistema un trámite penal; la que no falla en los hechos de flagrancia; la que usan en alcabalas para esquilmar a transportistas de alimentos y mercancías, para citar algunos de estos notorios hechos.
La corrupción famélica atraca el bolsillo de los ciudadanos y no tiene compasión con nadie pues se hizo común, normal, socialmente aceptado que ocurra como modo de ingreso del funcionario para completar el salario y poder llegar a fin de mes. Se generalizó a partir de 2016, cuando la agresión económica internacional afectó gravemente los ingresos del Estado venezolano y hoy, para poder realizar cualquier gestión en oficinas públicas, es necesario, obligatorio, llevar en el bolsillo la “mordida” o “coima” que sugiere, pide o incluso, la que uno considera que debe darle al funcionario para ayudarlo. Como tarea perentoria, la Revolución Bolivariana debe reducirla a su mínima expresión, pues su praxis común en todo el cuerpo orgánico estatal se le endosa políticamente como expresión del socialismo.
El Estado -en todas sus expresiones institucionales, territoriales y funcionales- es el primer interesado en atacar esta pandemia que mina la confianza en sus órganos y en el funcionario como servidor público. Atacar la corrupción famélica comienza por atender y resolver el problema de los salarios de hambre que existen en las instituciones públicas.
La corrupción famélica no se justifica por causa alguna. Es un delito como cualquier otro y el Estado es el primer interesado en desaparecerla. La mayor preocupación que tiene un ciudadano para ejercer sus derechos constitucionales es saber cuánto le va a costar a su bolsillo una solicitud, una diligencia o un trámite. Hoy, el debido proceso es una quimera y muchas veces ejercer un derecho se queda en la impotencia de no hacer nada porque al final, como dice el refrán popular, “sale más caro el caldo que los huevos”.
*Agricultor urbano.