Opinión

El Disfraz Digital

12 de julio de 2025

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Fabio Ochoa Reyes

Las redes sociales surgieron como un símbolo de libertad en contra de la censura. Un medio donde cualquier persona podía alzar su voz y generar comunidad donde antes había aislamiento y compartir sin filtros impuestos por las grandes corporaciones o poderes estatales. Pero, con el paso del tiempo, algo se ha desviado.

Dejaron de ser un espejo de la verdad para convertirse en un carnaval de apariencias. Hoy son el reino donde habita la mentira vestida de éxito, la imagen vacía que oculta millones de vidas rotas. Lo que surgió como apoyo, terminó erigiéndose como eje y religión, convirtiéndose en el lugar donde la existencia se valida, donde el éxito se mide en interacciones, donde el amor se anuncia más de lo que se vive. Pasamos más tiempo observando las redes que al mundo real. Ya no se trata de compartir momentos, sino de fabricarlos para que parezcan memorables.

Hoy existen verdaderos artistas de las redes sociales. Estos individuos que no solo son aquellos que ejercen oficios creativos, sino personas comunes que nos rodean día a día, que han perfeccionado el arte de construir personajes ficticios de sí mismos, que interpretan día tras día una vida cuidadosamente inventada para las redes. Una vida editada, decorada, sobreactuada. Con el único fin de vender una imagen que no poseen.

Estamos en las fauces de una pandemia emocional. Una que se siente con fuerza en generaciones enteras que se miran a sí mismas con desdén porque no alcanzan los estándares ficticios que ven en pantalla. Convencidos que todo lo que se muestra es cierto: Los cuerpos perfectos, los viajes exóticos, los millones acumulados, los amores idealizados, las vidas sin esfuerzo. Creen que eso es la norma y que sus propias vidas son el error. Y ahí comienza la herida. La comparación constante, la frustración silenciosa, el sentimiento de insuficiencia.

Nos hemos preguntado: ¿Cuántas sonrisas en redes esconden llanto y dolor?, ¿cuántas “figuras perfectas” esconden ausencia de autoestima? y ¿cuánto éxito económico esconde deudas impagables o actividades ilícitas? Si no filtramos lo que vemos, el daño mental será más profundo, y ese daño individual inevitablemente se traducirá en un daño colectivo irreparable.

La solución no es ni debe ser nunca la censura. Debemos aprender a observar con ojo crítico, comprender que lo que se ve no es siempre la realidad. Aprender a diferenciar entre lo auténtico y lo fabricado. Solo así podremos contribuir en la protección de la salud emocional colectiva y devolverle a la humanidad una mirada más libre, más real y más digna sobre sí misma.

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