Opinión

El sueño americano

30 de julio de 2021

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Antonio José Gómez Gáfaro

Lo que debería ser derecho de toda persona humana: la justa retribución por su trabajo; posibilidad de tener, con el sudor de su frente, estabilidad social y económica; el estudiar lo que quiera y poder comer de ello; tener lo suficiente como para formar una familia grande y darle el sustento… estas y muchas cosas más, me parece, compendia el “sueño americano”. Digo “me parece” porque nadie alude a dar explicaderas de lo que esta expresión significa, sino que, sencillamente, hablan de lo que quieren tener, y no pueden. ¿Es malo tener un trabajo que sea remunerado justamente? Para nada. ¿Es malo querer hacer bien las tres comidas del día? No, tampoco lo es: malo es que las circunstancias actuales hagan pensar que reclamar lo digno, justo y necesario, es avaricia.

La diáspora venezolana no se detiene, cada vez son más las familias divididas, y más los jóvenes que se quedaron con “el sueño que una vez tuvieron” de poder cursar una carrera universitaria. Las noticias no son alentadoras en muchos escenarios; la violencia intrafamiliar está en puntos peligrosos, y la infidelidad matrimonial cada vez es más común. Jóvenes, y no tan jóvenes, se suicidan porque no ven salida a la situación. Niños de meses abandonados en basureros; otros buscando qué comer entre las bolsas… Con todo esto, entiendo muy bien a nuestros hermanos que quieren ir en busca de un mejor presente y llaman al conjunto de lo que carecen, “sueño americano”.

De todo esto estamos curtidos. Escuché no hace mucho una conversación, con algunos comentarios malsanos, que dejaban de manifiesto el grado de relatividad moral que se tiene: poco a poco, lo que se supone que está mal se vuelve un chiste, y un chiste les suena bien a muchas personas… ¿Será que no nos damos cuenta de que todo se hace muy normal? Parece que cada vez importa menos lo que pasa, y si nos importa, importa menos que el día anterior. Y sí, a la par que esto sucede, también nos importa menos la vida humana.

Hemos olvidado que el hombre es imagen y semejanza de Dios, que de ahí viene su dignidad de hombre, y de ahí nacen todos sus derechos y deberes. La consideración de nuestra filiación divina debe ser un continuo repique de campanas que nos alerte, no nos dé descanso, nos alegre, nos llame, y nos dé aviso de duelo. Sí, que nos alerte de todo lo contrario a la dignidad humana; que no nos dé descanso en el trabajo que supone velar por nuestros derechos y los de todos los hombres; que nos alegre y nos mantenga serenos en medio de las vicisitudes de la vida; que nos llame para dar razón de nuestros ideales; y que nos dé aviso de duelo cuando los ideales nobles mueran… que nos mueva a sentir dolor por los males de la sociedad, de la familia, y nos dé vigor para recuperar los “lugares sagrados” de la vida humana una vez más: una última cruzada.

El hombre -entiéndase que me refiero a los dos sexos- es mal juez en asunto propio; el hombre siempre da menos del valor que verdaderamente tienen las cosas. El valor que tú y yo tenemos no es el que nosotros creemos que tenemos, es el valor que Dios nos da. Las ideologías burbujean, como lo hace la brea, y se pegan hasta las raíces en las sociedades: todas pretenden dar valor al hombre y lo que en realidad hacen es quitárselo. Luchar por cosas que no te pertenecen hace que pierdas lo que eres. Temo por mi país -por nuestro país-, que se ve de cara con estas ideologías, y en medio de tanto relativismo, no puede ser peor el escenario.

Para gusto o disgusto, la ley moral dada por Dios no cambia, son los pensamientos de los hombres los que lo hacen; para gusto o disgusto, la doctrina moral católica da el verdadero valor al hombre porque la Iglesia es la columna y base de la verdad (1 Tim 3.15). En este mar tempestuoso tenemos una brújula moral, y no una brújula moral rígida que se basa en un hago o no hago, no, es una guía, un faro de esperanza que encamina nuestros pasos a la luz de la fe y nos hace vivir de verdad como hijos de Dios: como hombres y mujeres conscientes de su dignidad.

Que estos tiempos de prueba para la familia venezolana pasen pronto, y que estemos dispuestos a pechar con nuestra responsabilidad personal y ser la voz y el brazo del que no se puede expresar. La familia venezolana sufre la migración, y de seguro se une a mi cantinela al son de una vieja canción: en ese bus que atraviesa el continente; en esa lancha, en ese avión que cruza el mar… se va mi amor.

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