Opinión

Las colas de la gasolina: “los cupitos” (parte II)

3 de enero de 2020

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La joven se quedó sin palabras. En cierta forma, aquel hombre tenía razón. Intrigada le preguntó por qué, entonces, vendían los puestos de la cola, ya que le parecía un abuso que cobrasen hasta 20 mil pesos por ubicar un carro en un puesto cercano a la estación de servicio.

—Ah, eso es otra cosa, doctora. Hay gente que no quiere hacer cola, trasnocharse y aguantar incomodidades; entonces, compran un puesto cerca de la bomba y solo tienen que esperar unas horas, les cuesta mucho menos que comprarla y no pagan hasta que le echen la gasolina.

Roxana quedó nuevamente sin palabras. Un tanto desconcertada, decidió aceptar el ofrecimiento. El señor Moreno la llevó hasta su casa y, una vez ubicado su automóvil en la cola, la retornó advirtiéndole que tenía que regresar antes de las seis de la mañana, para no perder el marcaje.

Después de descansar un rato, el subconsciente de Roxana empezó a torturarla. Apenas cerraba los ojos, se veía entregando la llave de su automóvil a aquel desconocido. Alternativamente, su consciente la volvía a la realidad, recordándole que el hombre parecía confiable y más el ambiente de familiaridad que reinaba entre los conductores. En sus oídos retumbaban las palabras de otro señor de aspecto respetable, quien al ver su vacilación para entregar la llave, le dijo que no se preocupara porque su carro quedaba en buenas manos. No obstante, no resistió la presión y a las 9 p.m. le rogó a un vecino que la acercara a la cola, resignada ya a pasar la noche en su carro.

Roxana vio trascurrir las horas con exasperante lentitud mientras intentaba juntar retazos de sueño. Cuando la lluvia se hizo persistente, la obligó a cerrar los vidrios, y el calor insoportable la desveló por completo. La mayoría de los conductores habían desaparecido como por arte de magia; entonces, se convenció de estar completamente sola en medio de la oscuridad. La tupida hierba, tanto en la orilla de la calzada como al pie de la cerca que rodea al hospital, alcanzaba los dos metros; por ende, su visión se reducía a la avenida. El temor a que alguien se apareciese desde el monte no le permitió dormir un segundo. Cerca de las tres de la madrugada, un extraño personaje, advirtiendo su presencia, se asomó por el vidrio de la ventana. Inmediatamente Roxana se encogió como un ovillo y comenzó a rezar. El anciano se alejó y regresó minutos más tarde con uno de los conductores, aparecido también por arte de magia. Ambos tocaron la ventana con insistencia; a Roxana no le quedó más recurso que abrirla.

—Señorita —dijo con una voz muy timbrada que no parecía salir de aquella boca—, yo soy Ricardo, un vecino de esta zona que me gano la vida cuidando los carros. Paso la noche recorriendo la cola y si veo cualquier cosa rara, toco mi pito y advierto a todos para que se pongan alerta. Ya tengo varias semanas haciendo eso y hasta ahora no se ha presentado ningún percance. Duerma tranquila, que yo le cuido el carrito por dos mil pesitos.

—Es verdad —corroboró el otro—, el señor Ricardo cuida muy bien los carros. Duerma un rato, que no le va a pasar nada—dijo tranquilizador.

Roxana le preguntó al cuidador si dentro de los carros había gente durmiendo; le dijo que, excepto dos o tres, los demás conductores están durmiendo en sus casas. Se sintió más aterrada que nunca y las traicioneras lágrimas rodaron una vez más por sus mejillas. A las cinco, el sueño la venció definitivamente.

Estaba amaneciendo cuando retornó a la realidad. Se lavó los dientes y se dispuso a tomar una taza de café, cuando vio, a poca distancia, a un señor de mediana edad cortando con un machete muy afilado la maleza próxima a la cerca que rodea al hospital Central. Se había quitado la camisa, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente y cubrían su pecho, mientras daba furibundos machetazos a la maleza, que caía como fulminada por un rayo. Roxana observó que el hombre ejecutaba la labor con destreza y cierta maña que solo tienen los expertos en el arte de “charapiar”.

Cuando vio a la joven, el hombre se acercó para ofrecerle una taza de café. En el ínterin llegaron jóvenes; uno traía una pala y el otro un machete. Entre los tres continuaron atacando la espesa cortina de hierba aferrada a la cerca y en el borde de la acera. Con la camaradería que suelen tener los hombres cuando ejecutan una tarea pesada, bromeaban, reían y se ayudaban para arrancar los enormes mogotes de grama aferrados en la tierra a orillas de la calzada. Al poco tiempo, tres conductores se sumaron a la tarea de limpiar la acera derecha de la avenida Lucio Oquendo, vía Unidad Vecinal. Como el punto de drenaje estaba totalmente tapado por el barro, los improvisados obreros, usando un barretón y varias palas, lo limpiaron. Al cabo lucían terriblemente sucios y sudorosos, pero no parecía importarles. Al mediodía el entusiasmo creció, se sumaron otros voluntarios y aparecieron, como por arte de magia, picos, barretones, palas y charapos. (Liliam Caraballo)

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