Regional

100 años de María Antonia Figueredo

24 de febrero de 2024

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“Uno tiene que adaptarse a cómo venga el tiempo ¿Qué más se hace? No podemos vivir pensando en lo que ya pasó”, dice al narrar parte su historia. Es madre de 14 hijos

Freddy Omar Durán

Memoria prodigiosa, carácter fuerte y una gratitud inquebrantable por sus seres queridos ha sostenido a la señora María Antonia Figueredo viuda de Salas por un siglo, que hoy sábado 24 de febrero los cumple con mucha alegría.

Mujer de campo, desde los 7 años conoció la rudeza del trabajo en la confección del tabaco, lo que le forjó un carácter para ser el pilar de una familia de 14 hijos, ocho varones y cinco hembras, por encima de muchas adversidades; la más difícil, haber perdido el padre de sus muchachos hace más de 60 años.

De esa camada, una niña fallecería recién nacida, y por ese “angelito que tiene en el cielo” aún se quiebra su voz, como lo mismo sucedería al contar los acontecimientos que rodearon su viudez, con un embarazo de seis meses y un futuro incierto para la ristra de muchachos que dependían de ella.

“Cuando mi esposo murió, quedé con 12 hijos y uno guardado –en embarazo- y vinieron a pedírmelo. Vinieron a comprar la casa, y la gente creía que yo estaba chiflada para hacerlo. Esa casa me la dejó mi esposo para mis hijos ¿Dónde van a vivir ellos? Ni vendo mi casa, ni regalo mi hijo (así ella lo diría en aquel entonces)”.

Pero igual esos difíciles momentos como a los otros que les seguirían, la fortaleza de su voluntad no claudicaría, pues su fe en Dios siempre la ha puesto en pie.

Los años le han restado su movilidad y su visión, pero en cuanto a su salud y su memoria la mella no ha sido tanta, al punto de que ella está en la envidiable condición de contar su propia historia.

Vecina querida del Barrio Libertador de San Cristóbal, para hoy sábado se celebrará una misa en la iglesia Transfiguración del Señor, y una pequeña recepción en su vivienda, construida por su propio esposo, quien apenas la disfrutaría unos meses antes de morir, pero proyectada con la convicción de que a sus 13 hijos no les faltaría techo: Un empeño que se cumplió a cabalidad.

Se cuentan alrededor de 40 sus nietos, de los bisnietos se perdió la cuenta, y hasta los momentos un tataranieto.

Sin secretos de longevidad

 “El Señor, en su infinita gracia, sabe por qué me tiene aquí”, es la única respuesta que tiene para su longevidad; mientras que sus hijos -7 estuvieron durante la entrevista: Miriam, Josefa, Rosa, Carmen, Manuel, Orlando y Cheo- consideran que siempre fue activa y que no se dejó mortificar por las penas.

Esa providencia divina se ha puesto de manifiesto en varios momentos de su vida; por ejemplo, en su temprana viudez a los 38 años –José Indalecio Salas Chacón murió de un repentino infarto, aunque siempre lo acompañó desde niño una cardiopatía- recibió el socorro del por entonces obispo monseñor Fernández Feo, quien conmovió el corazón de una familia que puso un gran mercado en su propia vivienda, además de otras ayudas que brotaban por un lado y otro. Ese recuerdo aún convoca las lágrimas en ella…

“Un padre Salas me dijo: “Nunca se van a acostar sin comer, y nunca se iba a levantar sin tener desayuno, téngalo por seguro”. En ese entonces me daba miedo ir a parir al Hospital Central porque creí que me iban a quitar a mi hijo”.

Como ella, su marido era ferviente católico y eso le hizo granjearse muchos amigos, entre ellos el señor José Rafael Cortés, quien luego le ofrecería a la señora María Antonia una pensión de 150 bolívares, así como trabajar en Telares del Táchira para hacerle los bordes de manteles y toallas, amén de colocar las etiquetas a las piezas. La amistad entre el empresario y el señor José Indalecio se fraguó en medio de las gestiones sindicales en el MOB de éste, pues era directivo de una confederación en la cual estaba el sindicato de Telares Táchira.

“Hubo mucha gente que me ayudó. Una vez quise irme a trabajar en la cocina del Hospital Central, sin saber nada pues era una persona inexperta, y entonces dice uno de mis hijos: ‘Usted no se va pa´allá para trabajar, mamá, yo voy por usted’ –se puso a llorar-. Él ahora es abogado (estaba en la entrevista). Él salió del seminario, y yo le dije a la tía ‘se salió Orlandito, a ver si le consigue un trabajo pero con la intención de que lo dejen estudiar’. Y hablé con el señor Reyes del Hospital Central, y lo aceptó”.

Siempre deseó procurarles estudios a sus hijos, pues ella como mujer de campo en Rubio y apoyo en las tareas de la tabaquería junto a su mamá y papá, ni le permitían la educación más elemental.

“Cuando yo aprendí lo de los tabacos me pusieron de rollera, de perilla cerrada. Hacía unos ‘llaneritos’ que eran unos delgaditicos y larguitos, y también había que meterlos en caja. Entonces decía un señor: ‘Yo quiero que la niña me haga los llaneritos y me llene 10 cajas, porque ella los hace perfectos’. A uno le enseñaban a trabajar, no le daban instrucción de nada. Yo era la mayorcita”.

Recuerda sin titubear el nombre de la profesora Alicia Díaz Maldonado, quien luego de levantar un censo para verificar cuáles infantes estudiaban, obligaba a los renuentes progenitores de estos a permitirles asistir a la escuela.

“La maestra dijo a mis padres: ‘A la niña tienen que enviarla a clase, es la única hembra que voy a recibir’. Mi papá respondió que yo tenía mucho que hacer y que allá y pa´ acá. Volvió la maestra Maldonado: ‘Necesito dos niñas porque estoy preparándoles una poesía para el Libertador’. Me fui con un cuadernito de Pedro Camejo y luego otros con tablas de sumar”.

De esos lejanos años de escuela aún puede recitar un fragmento de aquella poesía que le dedicó a Simón Bolívar, y con la cual intentó convencer a sus padres que le dejaran estudiar.

 “Luego mi mamá dijo: ‘Ya no podemos mandar la niña porque está haciendo mucha falta’, y la maestra respondió: ‘Ella no puede trabajar porque está preparando una poesía de Simón Bolívar’; y mi mamá: ‘¿Cómo está aprendiendo poesía si no sabe ni leer?’, y la profesora: ‘Dígale un pedacito de la poesía para su papá para que entienda’. Y yo toda temblosa: ‘Es Bolívar el héroe de los héroes, el patriarca inmortal (…) (de memoria recitó parte del poema sin fallo, finalizando con una combinación de risa y llanto)”.

 Vida de responsabilidad

Mi vida fue muy dura pero responsable”, es la frase con la cual resume un periplo vital, parte del cual compartió con un esposo al que conoció cuando el Pasaje Acueducto de Barrio Obrero se denominaba La Potrera, frente a la iglesia Coromoto, donde ella contrajo nupcias, bajo la aceptación de los padres, que era un requisito fundamental para el cura a la hora de dar la bendición.

Establecieron el compromiso como se acostumbraba en aquel entonces, de manera muy formal, con pocas visitas, y demostrando el hombre ante el escrutinio sopesado capacidades para sostener una familia. Nada de citas románticas ni flirteos para ese entonces, y una vez establecido el convenio era para toda la vida y con una natalidad bien productiva.

“Él se viene a la casa cuando supo que mi mamá estaba casándonos: ‘Usted se casa con julano de tal y usted con julano de tal’. Y yo ‘Ay, Dios mío’ –hace un gesto como agarrándose la cabeza-. Él le dijo a mi mamá: ‘Yo soy un muchacho enfermo, sufro de la tensión, pero mi trabajo no me falta’. Él era obrero, y el constructor que lo contrataba era un primo hermano. El habló con la señora Eva López, que le dijo: ‘Bueno, si te vas a separar de tus padres –para casarse-, tenés que estudiar el catecismo, hacer la primera comunión, para alquilarte una habitación’. Todo lo preguntaban”.

El matrimonio volvió a la casa materna con la obligación de pagar los 10 bolívares de la luz durante todo el año, pero pronto se harían de una casa por los lados, por la calle 15 cerca de la carrera 20. No obstante, en vista de que la familia crecía no se conformó con eso y tuvo que adquirir un terreno en Barrio Libertador y levantar la extensa edificación familiar que hoy ella habita.

“Él habló con un señor Georgi que era el (dueño) de Cardeco, y le dijo ‘yo tengo una parcela, pero es pura agua; pero habla con los Barajas, que te recogen el agua y te construyen una casita de dos habitaciones’. Había que pasar a brincos (tal vez sobre cañadas) para llegar a ella. Un día tuvimos problemas con mi mamá y nos fuimos a vivir aparte. Dimos 400 bolívares por el terreno y 300 a los Barajas para construirnos. Me acuerdo tanto. Toda era de adoba la casita y las habitaciones de tierra pisada. Eso había que lavarlo con agua para que el otro día no hubiese tierra en el piso”.

Cuando se les pregunta a los hijos si Doña María Antonia era consentidora, todos se ríen, pues siempre fue de carácter fuerte, porque solo así le fue posible manejar una tropa de muchachos, y mucho más cuando quedó viuda, sacándolos a flote y procurando para ellos un futuro profesional, y dando un ejemplo para que ellos mismos constituyeran su propia familia bajo los mismos valores. En su casa, nada de rumbas, ni visitaderas, nada alcahueta:

“Yo era bastante exigente con mis hijos, porque tenían que rendir. A mí me tocó ser muy dura, porque si te ponías blandita, se la pueden a usted. Toda mi familia es muy buena, muy generosa conmigo”.

Por responsabilidad que impuso en su vida, nunca pensó en tener otra relación amorosa de ningún tipo. Muy casera y nada fiestera.

 Sus hijos ya en los sesenta podían ayudarla, y uno de ellos recuerda que para los sesenta le daba un sueldito de alrededor de 100 bolívares mensuales y ella le devolvía lo del pasaje y lo apoyaba para que siguiera sus estudios en el Alberto Adriani como auxiliar de contabilidad.

Sin nostalgias

Incluyendo los ya nombrados, otros hijos con vida son: Gerardo, Fanny, Tulio, Freddy, Ramón Alberto; dos de ellos viviendo en Estados Unidos y Aruba. Dentro de esa gran familia, la labor de crianza la continuaría con sus nietos, quienes igualmente le agradecen su maternal entrega y están pendientes en lo que puedan ayudar a la abuela.

A sus 100 años se entretiene manteniendo un contacto permanente con la naturaleza, con sus “maticas” que tanto se esmera en cuidarlas, y escuchando los pajaritos, mientras reza todos los días su rosario y largas oraciones, siendo ella muy religiosa y en otro tiempo practicante de la caridad y piedad cristiana, por lo que ha sido muy reconocida entre sus vecinos. Integrantes de la Legión de María vienen a acompañarla en sus conversaciones con el Señor.

Uno de los regalos más bonitos que recibió con motivo de sus 100 años es un pequeño dibujo en el que a modo de gráfico aparece la palabra Madre, grande y en gran recuadro del que parten varias líneas indicando cada uno de sus retoños. Fue hecho por un hijo en España, que en estos momentos padece una particular condición de salud.

Canta con mucha fruición y fuerza, prefiriendo las rancheras y boleros de los años 40 y 50. Conoció a Pérez Jiménez de niña, y contó como gracias a él se pudo resolver un asunto de intento de abigeato con la captura de los responsables, del cual ella pudo percatarse, pues a las cuatro de la mañana madrugaba para ordeñar las cabras y las vacas.

“Mi General cargaba a los ladrones debajo de la cachucha, en ese entonces se podía dormir con las puertas de la casa abiertas. Cuando agarraron a los cuatreros y les ataron los grillos, los pusieron a desyerbar las calles de Táriba”.

En los tiempos de infancia, la oscuridad de la noche la resolvía con un farol de querosén o un pote de aceite con mechón. No obstante con todo lo que disfrutó y sufrió en este siglo, en sus palabras ni hay lamentos, ni hay nostalgias respecto a su pasado:

“Uno tiene que adaptarse a cómo venga el tiempo ¿Qué más se hace? No podemos vivir pensando en lo que ya pasó”.

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