Testigo de la historia de Venezuela y el Táchira, Martín Tesorero Mijares cumplió esta semana 104 años. Desde su niñez estuvo cerca del poder, realizando mandados para el General Juan Vicente Gómez. Prestó servicio a la patria adscrito a la Guardia Nacional, hasta la década de los cincuenta, luego de lo cual escribió páginas interesantes tanto en la gestión pública como la privada. Su lucidez nos ha permitido acceder a momentos que para muchos a duras penas sobreviven en páginas físicas y bases de datos
Freddy Omar Durán
Esta semana, Martín Tesorero Mijares arribó a 104 años de vida, con una vitalidad, fortaleza y lucidez mental envidiable para cualquiera que esté entrando en el rango generacional de la “tercera edad”.
Más que consultar a los médicos sobre la situación de su salud, son ellos los que indagan las razones de su longevidad, y en parte ella debe venir camuflada en su genética, pues su señora madre, María, murió a los 106 años de edad, y su padre Lino de 95 años, y todo porque un accidente a caballo interrumpió su existencia.
O tal vez haya sido porque ha preferido no darse mala vida, y alejarse de los excesos, según Don Martín explicó.
Tachirense por adopción, nació en la ciudad de Valencia; pero al prestar servicio militar obligatorio en nuestro estado por la década del 40, quedó prendado por Marcela Gómez, con quien se mantuvo en matrimonio por 60 años, hasta que el Creador pidió cuenta de ella ante su presencia.
Esa unión conyugal sentó la base de un hogar en el que se criaron Miriam, Mireya, Martín, Ever y Gustavo. Afortunadamente, todos con vida, y aunque algunos viviendo en el extranjero, se comunican permanente con el papá a través del celular, que él aún maneja, no obstante para informarse prefiere la televisión, ya que le cuesta consultar internet. Su prole alcanzó estudios profesionales, dos de ellos en Estados Unidos, extendida a un árbol genealógico del que hacen parte 14 nietos y 12 bisnietos.
Un hombre bien enterado de la realidad del país, aunque prefiere dar rienda suelta a la nostalgia, gracias a una inquebrantable memoria, que se remonta a los tiempos en que siendo niño le servía el desayuno a Juan Vicente Gómez, en tanto sus padres atendían al presidente tachirense en labores de cocina y caballerizas; o a los tiempos cuando, ya en funciones militares, hizo parte de la expedición que descubrió en Brasil el nacimiento del río Orinoco.
Sin duda fueron muchas las aventuras y vivencias de este hombre, que apartado del cuartel se desempeñó en varias dependencias públicas, como el Banco Obrero, Inavi, Ministerio de Agricultura y Cría, y el MOP, casi siempre dedicado a la inspección de obras, área en la que aún se desempeña cuando se lo solicitan. Así como probó suerte en emprendimientos comerciales y agropecuarios, con gran fortuna, y que lo obligaban a viajar por el mundo.
Prestó servicio a la patria como militar, guardia nacional y bombero, retirándose en el grado de sargento mayor, e hizo cursos técnicos de asfalto, concreto, pretensado, cabilla, que le dieron recursos para adentrarse en el mundo de la construcción. También práctico el boxeo y fue representante de las fuerzas armadas en varios campeonatos.
Multitud de anécdotas
En la entrevista lo acompañaron su hija Miriam y sus nietos, quienes no se han cansado de escuchar sus relatos y la apreciación de los tiempos actuales. Ha contado con un entorno familiar siempre atento a cubrir sus necesidades básicas y brindarle cariño. Aún conserva esa imponente traza de 1,80 metros de estatura, que luce en fotografías de blanco y negro en traje militar, y pese a su seriedad, la risa le brota con facilidad, siempre manifestando su agradecimiento por ser tomado en cuenta por un medio de comunicación. Un cineasta tachirense amigo suyo quedó pendiente de filmar su testimonio; pero por mil y un motivos eso fue tarea pospuesta. Su hija lo catalogó como un gran padre, con el rigor y disciplina con que se hacía sentir el orden, más de medio siglo atrás; y gracias al cual con una simple mirada incisiva ya anunciaba el castigo que se avecinaba.
“De mi salud estoy bien, gracias a Dios. Una pierna me operaron de la várice, pero no quedé bien. Nunca en mi vida me ha dolido la cabeza. No uso lentes”.
Ha sido la vida de Don Martin pletórica de esfuerzo y momentos no tan dichosos, siendo para él la pérdida de su esposa Marcela hace 14 años, natural de Santa Ana, lugar donde se conocieron, el más triste. Con ella se casó apenas transcurrida la adolescencia de ella, formando una pareja inseparable por 60 años, a excepción de las ocasiones ameritadas por viajes de negocios. Su dedicación fue prácticamente al hogar, aunque alcanzó a graduarse como secretaria ejecutiva.
“Ella fue la mujer más bella del mundo. La quise mucho y ella también me quiso a mí. Nunca peleábamos delante de ellos (los hijos). Discutíamos por tonterías, siempre por celos”.
Todavía se echa sus palos de whisky, y hace sus pasos de baile como en sus buenos tiempos. Vive en un complejo residencial de Barrio Las Flores, en cuyo estacionamiento hace frecuentes caminatas. Como persona de fe, recibe la comunión en su hogar, y los domingos sigue la misa por televisión.
Actualmente lo cuida un nieto, y si bien él podría quedarse solo en la casa, siempre hay el temor de algún accidente o eventualidad. Hace muy poco pidió un bastón para facilitar su movilidad.
Recuerdos del Benemérito
Su mamá, María, fue cocinera personal del “Mocho” Hernández y el General Juan Vicente Gómez, que la historia los convertiría en rivales. Ella y su esposo estaban emplazados en la hacienda Las Delicias, lugar que el dictador prefería a Miraflores para despachar. Allá, diplomáticos, personalidades y funcionarios tenían que acudir si requerían una cita con el mandatario. Su padre, Lino, se encargaba de domar los caballos del Benemérito.
“El General Gómez decía: ‘Lino, amánseme bien ese caballo; porque si me tumba, vas preso’. Tuve caballos pero nunca aprendí la técnica de mi papá. Mi mamá le cocinaba en Las Delicias: caraotas, queso rallado y arroz. Esa era su especialidad, todo el tiempo. Muchas veces yo lo veía, y me decía: ‘Muchacho, ¿qué estás haciendo? Tráeme agua’. Siempre me regalaba un billete de 20 bolívares”.
Del Benemérito guarda buenos recuerdos; pero de quien sí no lo hace es del guardaespaldas, Eloy Tarazona, quien en el suelo dormía en toda la entrada a los aposentos de Gómez, en permanente resguardo. La leyenda cuenta que se hicieron intentos, mucho después de caída la dictadura, usando la fuerza y la hipnosis, para que revelara el sitio donde aquel enterró su tesoro.
“Él (Juan Vicente Gómez) era sano; el malo era el ayudante (Tarazona). Cuando le decía Tarazona a alguien que lo iba a raspar, lo cumplía. Yo me acuerdo que Pérez Jiménez construyó la Escuela de Paracaidistas de Maracay, y lo hizo en los terrenos que regaló el general Gómez a Tarazona. Él pasaba por ahí, sin camisa, ya loco, y decía: ‘Este terreno es mío, el Gobierno me lo quitó’. Pérez Jiménez lo terminó mandando a Cúcuta; pero se devolvió a Maracay, donde murió (se dice que lo venció el hambre en una cárcel por el año 1953). Me acuerdo que yo una vez fui a una central azucarera en Valencia, y el administrador, el general López Pino, que era medio brujo, puntual le daba 600 bolívares al general Gómez”.
Testigo de la historia
Sus 6 hermanos, ya fallecidos, también detentaron una historia digna de contar, algunos destacados en las lides militares, diplomáticas y universitarias: uno de ellos fue embajador en Francia y Panamá. Su interés por los recorridos en distintas latitudes le permitieron conocer gran parte de Colombia, Estados Unidos, así como países europeos y latinoamericanos, siendo Marruecos lo más lejos en su itinerancia, a veces de placer, a veces comercial. Conoció en otra época la ahora tristemente célebre selva del Darién, pero por razones distintas a las que a muchos ha obligado remontar su indómito territorio.
De sus misiones militares, la de más querida mención es la aventura emprendida hacia el nacimiento del río Orinoco, con una duración de seis meses, en un recorrido gran parte avanzado a pie, y con el apoyo de etnias indígenas de Brasil y Venezuela, realizada en 1951 y encabezada por el ingeniero militar Franz Rísquez Iribarren. Una proeza apenas intentada por exploradores del siglo XVIII y XIX, y que concluiría en la cordillera de Parima.
“Fui ayudante del mayor Franz Rísquez Iribarren, un gran escritor, un gran poeta. Yo le llevaba la comida y el café. Fueron 6 meses y me botaron de la Guardia, porque creían que yo había desertado. Se les había olvidado que me habían dado el permiso (risas). Cuando se dieron cuenta que sí me habían dado el permiso, me reengancharon. Una parte del trayecto fue en carro y lancha; y la otra caminando. Dormíamos colgados de los árboles, no se podía dormir en el suelo, porque había mucha araña y culebra. Muchas veces apenas caminábamos 20 metros al día, porque había mucho monte. Los indígenas iban adelante limpiando, ya que conocían la ruta”.
No solo la misión venezolano-francesa se limitaba a peregrinar tan ruda naturaleza; tan importante como eso fue la investigación científica. En el sitio objetivo acamparon por tres días.
Pero también acatando órdenes de sus superiores, condujo presos políticos al centro penitenciario de la Isla de Guasina en la década de los cincuenta, de ingrata recordación, y clausurado en 1953.
“Yo llevé dos viajes en una camioneta de adecos a Guasina, con el capitán Contreras, quien era el comisionado de llevarlos presos para Guyana. Los cogían en Mérida y Táchira. Años después me encontré con un dirigente de Acción Democrática, quien sería congresista, y le dije: ‘Yo fui el que lo trasladó a Guasina’. Trataban muy mal a los detenidos: la comida era una sola al día”.
Durante su relato surgían los contrastes del pasado y el presente. Por ejemplo, fue testigo siendo sargento de guardia en El Trompillo cómo por los años 40 y 50 se recibían a los inmigrantes de España, Italia, Alemania, Yugoslavia, embarcados en trasatlánticos. Participó en la construcción de alrededor de 300 viviendas en Barrio Sucre y la Unidad Vecinal en los años 70, una de las soluciones de vivienda más efectivas llevadas a cabo en San Cristóbal.
“Yo voy a la casa de un amigo o familiar que está en construcción, y yo le digo cuáles son los errores que está cometiendo. Yo estuve en (la construcción) del Viaducto (viejo). Yo era el que ‘alimentaba’ las columnas para rellanarlas (de cemento), que eran de 10 metros de altura y dos metros de gruesas”.
Considera el tiempo pasado más sano, pues había trabajo para todo el mundo, mientras que ahora “hay mucho alboroto”, con problemas en todo. Incluso era época de sanidad ambiental, cuando en lo que hoy se ubica el Centro Cívico había una quebrada apta al consumo humano y la limpieza de ropa, adaptada para tal fin por instrucciones del gobernador del Estado Táchira, Isaías Chueco.
“Nosotros hacíamos limpieza y mantenimiento de la carretera desde San Cristóbal hasta, por ejemplo, La Pedrera. Y demarcábamos los huecos que el personal obrero debía reparar. Yo tenía a cargo seis cuadrillas para esas labores. Un grupo iba hasta El Piñal, otro hasta Chururú, y otro hasta San Joaquín de Navay. Entonces se respetaba mucho a la Guardia Nacional. No había tanta inseguridad. Más que todo eran casos de contrabando traído desde Colombia. La droga, muy poco”.
Otro de los curiosos recuerdos de Don Martín fue la vez en que para estrenar su televisor marca Telefunken, tuvo que irse con su familia hasta El Páramo El Zumbador para poder agarrar señal. De sus peripecias empresariales, recordaba que traía a San Cristóbal containers con variedad de mercancía, desde lavadoras, televisores y neveras, hasta ropas y telas. Una vez causó revuelo al bloquear en Barrio Obrero una acera con cuatro containers.