El síndrome Russell-Silver es un trastorno congénito que dificulta el crecimiento normal. Se considera una enfermedad rara: hay 1 caso por cada 100 mil niños nacidos. Es la condición de Jesús Riera, el protagonista de esta historia, que resultó finalista de la 7ª edición del Premio Lo Mejor de Nos
José Luis Guerrero Sánchez
Yo mido 1 metro y 6 centímetros. Peso unos 18 kilos. No lo tengo claro, porque llevo 4 meses sin pesarme. Mi talla de vestir es 10 y de zapatos 28 o 29. No soy un niño de 8 o 10 años, tampoco soy una persona de baja talla, o enano, como les llaman vulgarmente. El pasado 25 de febrero de 2024 cumplí 19 años y tengo una condición: el síndrome de Russell-Silver.
Me llaman Jesús Rafael Riera Ramírez. Nací en Coro, estado Falcón, en 2005. Pesé 2 kilos 300 gramos y medí 48 centímetros. Fueron días muy difíciles para mi mamá, Carmen Alida Ramírez Leal, quien tenía 41 años. Su embarazo fue de alto riesgo. Ella me cuenta que cuando la sometieron a estudios médicos le hicieron un eco y le indicaron que yo venía con una enfermedad congénita que se manifiesta desde antes del nacimiento. Cuando nací, los médicos confirmaron su pronóstico.
Rechacé la leche materna y el tetero. No me alimentaban como a cualquier recién nacido. Debieron ponerme mucho suero por las venas. Durante todo el día tomaba una onza de tetero. Lo vomitaba. Mi mamá siempre me llevaba al hospital y allí me daban alimentos con una inyectadora, de a poquito, como a un pajarito, y como a los 2 años fue que empecé a comer por mí mismo. Todo eso era debido al síndrome, producido por un trastorno durante el desarrollo embrionario o como consecuencia de un defecto hereditario.
A ella le explicaron que era una enfermedad rara, con causas genéticas complejas. Le hablaron de los genes que controlan el crecimiento, con los cromosomas 7 y 11. Ella aún no lo entiende. Yo tampoco. Sé que tiene que ver con el ADN. Otros le reiteraron que en algunos casos hay antecedentes familiares, aunque en mi historia familiar es el primero que ocurre.
Desde hace 10 años vivo en el barrio Colinas de Valle Hondo, a las afueras de San Cristóbal, por la zona sur del estado Táchira, en la vía que conduce a los llanos venezolanos. Comparto con mi mamá Carmen, con mi hermana, Dubraska Michel Ramírez, de 27 años, quien sufre de retardo mental, y con mi padrastro, José Gregorio Jiménez, quien me ha criado desde los 2 años. Es mi papá de crianza, pero yo le digo “abuelo”. Él tiene Parkinson. Mis otros tres hermanos, los mayores, se fueron a Chile hace varios años.
Es una comunidad que crece en la montaña. La mayoría de personas invadió los terrenos hace años. Vivimos alquilados en un espacio de unos 40 metros cuadrados, con paredes y techos de latas de zinc, rodeado de tierra arcillosa. Cada vez que llueve, hay temor. Hace dos meses nos mandaron a desocupar.
La casa está distante, a unos 200 metros desde la montaña a la Troncal 5 o carretera nacional. Es una pendiente de unos 5 metros de ancho, muy difícil de subir en cualquier vehículo. Hay tramos con asfalto, otros con cemento, y muchos huecos. Cuando llueve, sale el barro. Yo subo a pie. Se cuenta con los servicios de agua potable y electricidad. Las aguas negras son lanzadas a una quebrada. La basura es llevada a un enorme contenedor de cemento que construyó el Gobierno hace meses. Nosotros lo hacemos, pero otras personas la lanzan al monte.
Antes vivíamos en Coro, en un rancho que se cayó en medio de las lluvias. Nos salvamos de milagro. Las quebradas que estaban cerca se desbordaron una noche y cuando mi mamá se despertó, el agua estaba por todos lados. Un señor nos salvó a los tres: a mi hermana, a mi mamá y a mí. Los hombres estaban trabajando. Mi mamá perdió todo lo que tenía y ahí es cuando ella toma la decisión de regresar a su tierra, a San Cristóbal, donde había nacido.
Recuerdo que, tendría como 6 años, cuando sembré, junto a mi mamá, un pino. Fue en el patio de la casa, en Coro. Este árbol era como la tabla de medición de mi crecimiento, la cinta métrica. Siempre me llevaban al patio, me ponían al lado del árbol para ver el crecimiento de ambos, pero el árbol se estiró, se hizo grande, mientras yo seguía pequeño, de bajo peso. En ese tiempo, quizá a los 8 años, entendí que era un niño diferente, que sería diferente a los demás, que el síndrome Silver-Rusell impedía el crecimiento de mis huesos, de mis músculos, de mi cuerpo, por eso mis piernas y brazos eran y son más cortos, los dedos de las manos y de los pies son finos. El cuerpo no produce las hormonas necesarias para el crecimiento normal, por lo tanto, es una discapacidad.
Para muchas personas, físicamente soy un niño, pero ya tengo 19 años. Sigo en el cuerpo de un niño. No lo creen y solo lo entienden cuando les cuento parte de mi historia. He leído por internet sobre el tratamiento farmacológico, que consiste en medicamentos para estimular el apetito, y en un régimen de inyecciones de la hormona del crecimiento para aumentar la altura. Se necesita dinero para poder comprarlas.
Cuando estudié preescolar todos los niños eran más grandes que yo, pero seguía en mi mundo de niño, y no le prestaba atención.
Les voy a decir lo que dicen por internet de mi mal. He leído bastante y reviso en mi cuerpo lo que los especialistas han escrito. En 1953, el doctor Henry Silver fue el primero que escribió acerca de la enfermedad, y luego lo hizo Alexander Russell, por eso el síndrome lleva los apellidos de ambos. Describieron las características físicas de varios casos, las anomalías y el comportamiento de los enfermos. Es mi caso, soy uno de ellos.
Gracias a Dios no he sido una persona enferma, quiero decir, por estar medicado o acostado en cama sin poderme mover, como sí lo es la situación de mi hermana. Eso sí, me canso al correr, al jugar con una pelota, al caminar largos trayectos. Me duelen la espalda, las piernas, como los huesos, las articulaciones. Es parte de la condición de vida. Ese cansancio aún persiste. Cuando camino por el barrio donde vivo, debo parar a cada rato para descansar. En la noche, al acostarme, me duele todo el cuerpo, las articulaciones. Mi mamá, como siempre, tan atenta, viene y me aplica una crema en las piernas y en la espalda. Los masajes me ayudan a aliviar el dolor. Es un dolor fuerte que no me permite, en muchas oportunidades, poder levantarme al otro día de la cama.
Al pasar a primaria, fue más complicado. Era el centro de la mirada de los demás compañeros por ser el más pequeño y el más flaco. Todos me miraban. Con el paso de los días, los entendí. Yo era el extraño, el diferente, el raro… encarnaba todos los calificativos que existen.
Al llegar a San Cristóbal, estudié 6° grado. Fue fuerte para mí empezar desde cero en otra comunidad. Sentía mucha pena de mostrarme. No sabía cómo me iban a tratar aquí. Los profesores y los estudiantes se acercaron, se hicieron mis amigos y varios de ellos estudiaron luego conmigo en el mismo liceo. Otra vez, todos me preguntaron por qué era tan pequeño y tenía que explicar nuevamente lo del síndrome. También me afectaba los dedos meñiques de las dos manos. Estaban más separados de lo normal, era difícil unirlos al anular. Ya de tanto hacer ejercicio, los he acercado mucho más. Yo siempre he hablado muy rápido. Es una voz algo chillona y no puedo pronunciar con facilidad la letra r. Algunos no me entienden al expresarme y debo repetir o hablar con más calma. ¡Ah!, la cabeza era un poco más grande para mi pequeño cuerpo, mis dientes son desordenados, los médicos llaman a todo eso anomalías. Lo de los dientes, digo yo, tal vez pueda arreglarlos con tratamientos de ortodoncia.
Era obvio que llamara la atención. Algunos pocos se burlaban por mi contextura física, pero eso no me afectó. Yo era y soy feliz, y a mis 19 años le doy gracias a Dios por la vida. He podido estudiar, conocer amigos, revisar libros, vivir la vida desde la óptica de mi tamaño, de mis limitaciones físicas y económicas. Me gusta leer y también ver películas por el teléfono celular.
Mi mamá Carmen o mi abuelo José me acompañaban todos los días al liceo. Nunca fui solo a clases porque ellos siempre me han protegido, me cuidan, y eso lo agradezco. Me gradué de bachiller. Tengo la medalla, el título y una placa con la foto de mis compañeros. Recuerdo el día del acto. Hubo una fiesta y las muchachas me sacaron a bailar. Fue un día diferente y mi mamá estaba feliz. ¡Ya era bachiller en medio de tantas dificultades económicas! ¡Lo había logrado!
Jesús Riera es bachiller de la República. Egresó del liceo Pedro María Morantes, en La Concordia. (Fotos/Cortesía)
Durante varios años, dos médicos de Coro se interesaron en mi caso: estudiar mi crecimiento, mi comportamiento, mi desarrollo corporal. A mi madre le dijeron que moriría en cualquier momento, que tendría problemas con el corazón, con los riñones (porque uno es más grande que el otro), pero ocurrió un milagro de Dios y estoy vivo. De la muerte no me gusta hablar. Yo no le tengo miedo. Es el destino de todas las personas y son cosas de Dios. Mientras tanto, sigo adelante como puedo, viviendo la vida a mi manera.
Los médicos se fueron al extranjero, nosotros nos vinimos a vivir a San Cristóbal, luego de estar en un refugio, en Coro, por unos cuatro meses, pero ningún especialista se ha dedicado a estudiar mi condición. Este síndrome lo tiene 1 persona, o sea yo mismo, entre 30 mil y 100 mil niños, según los últimos estudios médicos. Es una cifra alta y afecta a ambos sexos. La medicina dice que yo podría llegar a medir 1 metro 50 centímetros, de allí no se crece más. Las mujeres no superan 1 metro 40 centímetros.
Me han visto varios médicos de medicina general, pero nada más. Yo sé que en Coro hubo otros dos varones con esta condición y murieron antes de los 25 años. También otro muchacho en Táchira, que falleció. Pero de otras regiones de Venezuela no tengo información. Sería importante que alguien me estudiara, porque soy un niño adulto especial para un estudio científico, determinar qué fue lo que pasó, por qué mis genes, mis hormonas, se comportaron de otra manera. Nosotros, por falta de dinero, no podemos tomar la iniciativa de ir a consultas privadas, a especialistas.
Sí necesito muchas vitaminas, nutrientes, leche especial, comer sano, comer frutas. Hay tratamientos clínicos con medicamentos, inyecciones de hormonas de crecimiento para aumentar la altura.
En una jornada social, un general me ayudó mucho. Me compraron ropita, zapatos; el militar me regaló una bicicleta y, lo más importante, logré ingresar a la Universidad Politécnica Territorial Agro Industrial del estado Táchira, a unos 15 minutos en carro desde mi casa. Me inscribí en Agroalimentación, una carrera de 5 años, pero me retiré antes de terminar el 1er semestre. No pude continuar. Primero, porque me dio un dengue que me tumbó en cama; y segundo, por la falta de dinero. No hay plata para los gastos de las prácticas, para salir de visita a las comunidades, para los pasajes de ir y venir de la casa a la universidad, de cubrir el desayuno o para comprar un cuaderno. Varias veces llegué a clases sin desayunar, pero siempre un compañero, Camerú, me daba dinero para el desayuno.
Mis compañeros de clase eran muy amables y los de la Federación de Estudiantes en todo momento me dieron la mano. Muchos me alzaban. Son muy solidarios y yo era el consentido. Me mantengo en contacto con ellos, porque quiero retomar los estudios, ingresar a la carrera de veterinaria.
¿Por qué estudiar veterinaria? Me gustan los animales, especialmente los reptiles. Sé que es un camino nada fácil, pero me agrada estudiar, leo muchas cosas por internet, soy curioso. Yo me defino como una persona inteligente, entiendo las cosas, leo con facilidad, analizo, interpreto: no creo tener una dificultad para el aprendizaje, como lo señalan los estudiosos del síndrome, que algunas personas pueden presentar.
En Coro, una iguana era mi mascota. Se llamaba Princesa. Cuando la encontré era pequeña, de unos 10 centímetros; parecía una lagartija y fue creciendo, creciendo. Ella sí crecía. Se hizo grande, gigante, hermosa y dormía en el pino que sembré con mi mamá, el que sirvió para medir mi crecimiento. Era un animal muy obediente, como los perros, pero un día desapareció y me enteré que un vecino la había matado y se la comieron en sopa. Allá les gusta la sopa de iguana.
Aquí en casa tengo una gata. Se llama Niña. Tengo a Raya, que es mi tortuguita bebé. Hace varios meses tenía un hámster, lo llamaba Bigotes, pero se murió. Hay un loro, Lorenzo, que es de mi mamá, y la perra Manchas. Hace como ocho años encontré un huevo en el monte, me llamó la atención y lo traje a casa. Ya estaba arrugadito, señal de que habría pronto nacimiento, y así fue. A los días nació una serpiente. Yo mismo la ayudé a nacer. Fue mi mascota, pero se murió pequeña.
Para ayudar a la familia con los gastos sí quisiera poder volver a vender los helados de yogurt que preparaba mi mamá, y gracias a la profesora Berzabeth Gandica los vendía allá en un edificio en el centro de San Cristóbal. Ella me dio el permiso. Era un trabajo fuerte, muchas escaleras para subir, para bajar, pero lo hacía. Lo que pasó es que el dinero se invirtió en otra cosa, y a finales de 2023 nos quedamos sin capital para poder arrancar de nuevo. Eso sería una ayuda muy grande para mí y mi familia.
También he pensado con mamá en criar pollos, luego venderlos, pero nos pasa lo mismo, no hay el dinero para invertir. Debería haber una oportunidad para personas como yo, con una condición especial en la vida. El año pasado, el 6 de septiembre de 2023, conocí al gobernador del estado Táchira, Freddy Bernal. Le entregamos un oficio sobre el riesgo de que la casa donde vivimos caiga. Fue elaborado por personal de Protección Civil y del Cuerpo de Bomberos. Él habló conmigo y dijo que nos iba a ayudar, pero no lo ha hecho.
Soy cristiano evangélico. Voy a la iglesia con mi familia. Hace dos años me bauticé, recibí a Dios como mi salvador personal, recibí clases de la Biblia y de estudios para servir a la iglesia. En mi comunidad, asisto a las actividades los sábados, a las 5:30 de la tarde, con los grupos de creyentes, donde se ora, se canta, se lee la palabra, se participa en dinámicas de grupo, bajo la guía de un pastor. Yo casi siempre soy responsable de la oración principal o de despedida en el servicio bíblico.
Confieso que sí le tengo miedo a la oscuridad. Cuando me paro de noche para ir al baño, siento que me están mirando por todos lados. Debe ser que llamo hasta la atención de los fantasmas. Ninguno se me ha acercado a preguntar el porqué de mi condición, tal vez son los guardianes de la vida que con sus miradas también me protegen… (JLG)
Una aleccionadora historia
José Luis Guerrero, finalista en Lo Mejor de Nos
Freddy Omar Durán
Venezuela se ha convertido en una tierra de historias emocionantes y conmovedoras, y las mejores, producto de selectas plumas, han hecho parte del portal Historias de Nos.
Una de ellas ha partido de la pluma de nuestro periodista y jefe de Redacción, José Luis Guerrero, titulada: Vivir con el Síndrome Russel-Silver, uno de los tres finalistas en la Séptima Edición del Premio Lo Mejor de Nos, que contó por un panel de jurados conformado por Diajanida Hernández, Andrés Cañizalez y Arnaldo Valero.
Después del anuncio de haber recibido tal distinción, ya se puede leer a través del siguiente enlace: Vivir con el sindrome de Russell-Silver
Como dice la presentación de la convocatoria en su portal web: “El Premio Lo Mejor de Nos nació en abril de 2018, cuando se convocó su primera edición, para recordar que valores como la resiliencia, la esperanza, la creatividad, la solidaridad y la perseverancia pueden contribuir a un cambio en la percepción que tiene el venezolano acerca del futuro y de su aporte a la creación de ese país posible. Por ello, buscamos historias que retraten cómo los momentos críticos también han fomentado el surgimiento de los mejores rasgos del venezolano, a fin de hacerle frente a las adversidades cotidianas”.
El concurso ha recibido el apoyo de la alianza del Grupo LVN y Banesco.
Su capacidad no solo de transmitir la noticia oportuna y veraz, ofreciendo nuevas maneras de ver la realidad, ya fue premiada a José Luis Guerrero al serle otorgado en 2023 el máximo galardón del Periodismo regional: el “Ramón J. Velázquez”, otorgado por el Ejecutivo regional.
En tal ocasión se premió por el trabajo “Los cofrades en la procesión del silencio en Viernes Santo en Tariba”, caracterizado por un cuidado estudio y recreación de una tradición religiosa.
“Vivir con el Sindrome Russel-Silver” sigue la historia de Jesús Riera Ramírez, vecino del sector Colinas de Valle Hondo, a las afueras de San Cristóbal. Guerrero narra parte de la vida de este joven en primera persona, la cual muestra cómo Jesús ha lidiado con una extraña condición patológica, y cómo ha sobrepasado a todas las adversidades que ella implica como ejemplo de superación, en medio de un contexto de grandes necesidades económicas.
Con respeto a su protagonista, la crónica nos involucra en su cotidianeidad y al mismo tiempo que vamos coincidiendo sus vicisitudes, vamos llegando a momentos emocionantes, cuando logró sus éxitos académicos.
En la página oficial de la Genétic and Rare Diseases se define que “el síndrome de Silver-Russell es un trastorno poco común en que hay deficiencia de crecimiento tanto antes como después del nacimiento. [1] Las señales y los síntomas varían y pueden incluir bajo peso al nacer, estatura baja, rasgos faciales característicos, cabeza grande en relación con el tamaño corporal, asimetría corporal, y dificultades para alimentarse”.