Reportajes y Especiales

Con ese teatro no vas a salir de aquí

14 de marzo de 2021

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Gregoria Díaz

Fotografías: álbum familiar


El 15 de abril de 2020, vecinos de Churuguara, un pueblo a dos horas de Coro, estado Falcón, salieron a protestar por la escasez de combustible. La concentración fue reprimida con bombas lacrimógenas. Allí estuvo Edgar Flores, abogado, de 30 años y paciente psiquiátrico. Días después, fuerzas de seguridad del régimen fueron a buscarlo a casa.


Edgar Flores llevaba mucho tiempo sin litigar. La depresión que le fue diagnosticada en la adolescencia lo paraliza de tal modo que ya no ejerce el derecho. Pero el 22 abril de 2020, a sus 30 años, sintió la necesidad de desmontar las acusaciones en su contra y quiso defenderse a sí mismo en una audiencia de presentación ante el Tribunal Segundo de Control del estado Falcón.

Lo acusaban de incitación al odio, asociación para delinquir, resistencia a la autoridad y lesiones genéricas. Elsy Villegas, fiscal del Ministerio Público, le imputó esos delitos horas después de que el domingo 19 de abril de 2020 lo detuvieran en Churuguara, el pueblo donde vivía, a dos horas y media de Coro, capital del estado.

 

Ese día de la audiencia, Edgar persuadió a sus abogados defensores de que le permitieran hacer la presentación de los alegatos a su favor frente a la juez, la fiscal y los otros dos imputados. Cuando le tocó, asumió la palabra.

Al concluir, hubo silencio en la sala.

La fiscal se sorprendió por la claridad de sus argumentos, la coherencia de las ideas y la fluidez con que se había expresado Edgar. Fue una defensa impecable, como ella misma dijo. Y precisamente por eso no aceptaba que lo calificaran como lo que era, un paciente psiquiátrico: le parecía ilógico que lo fuera.

—Un enfermo mental no podría graduarse y debería estar internado en un hospital —dijo, intentando desmentir, acaso subestimar, su condición. Eso aun cuando estuviese avalada por los informes médicos que los abogados defensores de Edgar habían presentado.

La juez, Alejandra Mora, vaciló por un momento. Y hasta pareció conmoverse cuando Edgar le pedía llorando que no lo dejaran preso e imploraba ver a su hija.

Sintió que la juez esperaba “una orden de arriba”. Por eso, aunque no había razones jurídicas para mantenerlo detenido, ella reiteró la privativa de libertad y ordenó una revisión médica forense.

Ese día fue llevado otra vez a los calabozos del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc) en Coro, a la espera de un juicio y de los resultados de la nueva evaluación psiquiátrica.

Edgar tiene diagnósticos de trastorno afectivo orgánico con síntomas psicóticos, depresión severa, alucinaciones (auditivas y visuales) e ideación al suicidio. Cuando apenas tenía 6 meses de nacido, sufrió un cuadro febril que devino en convulsiones, lo que le produjo una disritmia cerebral (alteración del ritmo o frecuencia de las descargas eléctricas del cerebro). Y a sus 6 años, una caída le ocasionó un traumatismo encefálico que desde entonces lo obligó a someterse a tratamiento farmacológico permanente. De niño, le sobrevenían rabietas incontrolables. Se deprimía. A veces solo pensaba en la muerte de sus padres o en agredirlos. Y terminaba más triste y confundido.

Con los años, ya en la adolescencia, la ira y los episodios depresivos se hicieron más frecuentes. Su madre, una mujer muy religiosa, se lo atribuía a influencias diabólicas. En cambio al padre, un profesor de artes plásticas, no le parecía normal que su hijo de 14 años presentara esos síntomas y que además contara los pasos al caminar o se lavara las manos de manera compulsiva.

Así que lo llevaron al médico nuevamente. Le diagnosticaron un trastorno obsesivo compulsivo.

Edgar supo de los antecedentes de trastornos mentales que había en su familia. Su bisabuelo materno se suicidó, acosado por la fijación mental de que el mundo se iba a acabar. Un tío paterno sufre de delirios y una tía paterna murió siendo esquizofrénica.

Le inquietaba repetir la historia.

Al culminar el bachillerato, Edgar se inscribió en la Universidad de Falcón, en la carrera de derecho. Salió de Churuguara y se instaló en Coro. Vivía en una residencia estudiantil, donde muchos de sus compañeros se burlaban de él.

A veces se dormía y no descansaba porque lo atormentaban las pesadillas.

Sus ataques de ira ahuyentaron a una que otra chica con la que intentó mantener una relación amorosa. Incluso, ocurrió con la mujer con quien tuvo a su hija.

Aunque debía sortear no pocas dificultades, nunca abandonó los estudios: en 2014 recibió su título de abogado. Al día siguiente de su acto de graduación lo asaltó una pregunta: “¿Y ahora qué hago?”.

No encontrar respuestas hizo que se deprimiera.

En 2015 decidió migrar a Costa Rica, donde vive su hermana. Trabajó en un restaurant. Y aunque contó con apoyo y tratamiento psiquiátrico, no se sintió cómodo allá y regresó a Venezuela después de 10 meses. Luego, en 2018, se fue a Argentina. Trabajó lavando carros y haciendo entregas de ventas a domicilio. Pero pronto se dio cuenta de que la soledad y el frío no son buena compañía para un depresivo.

Entonces, de nuevo, volvió a Churuguara.

Fue allí donde el 15 de abril de 2020 algunos pobladores se concentraron frente a una de las dos gasolineras que operan en el pueblo, en espera de combustible para abastecer sus vehículos. Con la llegada de la pandemia de covid-19, el suministro empeoró y eso repercutió en las actividades económicas de Churuguara.

El alcalde Cástor Díaz se presentó en el lugar, en compañía de autoridades militares de la zona. Productores, ganaderos y conductores le reclamaron la escasez de gasolina. Díaz intentaba calmarlos. Edgar también estaba allí. Le urgía abastecerse de combustible para viajar a Barquisimeto —a 159 kilómetros de distancia, unas tres horas por carretera— y acudir a una de sus terapias. La gente enfurecida pronto acudió a la violencia. En medio de los reclamos, el alcalde y el comandante de la Guardia Nacional recibieron golpes y empujones por parte de la turba. Edgar trató de impedir que las personas le hicieran daño a Castor Díaz, a quien conoce desde que eran muchachos. De hecho, son familiares lejanos.

Para disolver la trifulca los guardias lanzaron bombas lacrimógenas.

La gente corrió hacia sus casas. Y otra vez volvió la calma a Churuguara.

Cuatro días después, a las 4:00 de la madrugada, Edgar escuchó unas voces. Esta vez no eran sus delirios. Se trataba de una comisión mixta del Cicpc y la Guardia Nacional que entraba a su casa, donde vivía con sus padres y su hija Miranda Sofía. Los funcionarios derribaban las puertas de la entrada. Edgar entendió que venían por él, así que se desesperó y corrió hacia una zona enmontada cercana a la vivienda.

Estaba muy asustado. Escuchó que un perro ladraba con insistencia, luego un disparo y después el aullido ahogado del animal. Lo habían matado para que se callara.

Descontrolado como estaba, Edgar pensó que su intento de escapar era inútil. Así que en vez de continuar con la huida, regresó a la casa y se metió debajo de una cama.

Allí lo encontraron los policías cuando levantaron el colchón.

“¡Vamos, maldito, o te metemos un tiro!’’, gritaban los funcionarios mientras lo golpeaban en el abdomen y por las costillas.

Después, se lo llevaron.

Esa noche, la escena se repetía en las casas de otras dos personas señaladas por la misma razón: durante el trayecto de Churuguara a Coro, los policías los acusaban de promover disturbios con el financiamiento de Leopoldo López, dirigente nacional del partido Voluntad Popular.

Entonces los pensamientos sobre la muerte que lo atormentan desde niño volvieron a la cabeza de Edgar. Creyó que lo iban a matar y pensó lanzarse de la patrulla en movimiento. En ese instante no sintió miedo. Pero sí lo tuvo cuando fue enviado a los calabozos del Cicpc. Allí debía permanecer detenido mientras transcurría el lapso de 45 días previsto para las averiguaciones del caso y se hacía la audiencia preliminar.

“Bienvenido al infierno”, le dijo uno de los funcionarios policiales que lo recibió.

Entonces le faltó el aire y el sueño.

Por las noches, cuando no podía dormir, se quedaba mirando fijamente las rejas del calabozo que compartía con otros presos. Ellos fueron testigos de cómo, por momentos, solo decía incoherencias. Otras veces, despertaba de sueños intermitentes sin saber qué pasaba o por qué estaba allí. Era como si de pronto perdiera la memoria.

Estando encerrado trató de suicidarse dos veces. La primera, tomó más pastillas de las indicadas, y la segunda intentó ahorcarse mientras se bañaba. En ambas ocasiones lo socorrieron sus compañeros de celda. “Lo de usted es una pendejada”, le decían para hacerle ver que las razones de su encarcelamiento no eran para preocuparse demasiado, que todo se iba a solucionar y que saldría pronto en libertad.

También trataban de calmarlo cuando el miedo lo acechaba y las voces en su cabeza no se callaban. Muchos de los 43 reclusos, entre ellos acusados de violación y asesinato, eran solidarios con él. Con ellos compartió aquel reducido espacio en el que, en plena pandemia de covid-19, no había ninguna medida para prevenir contagios.

Las visitas a las cárceles estaban restringidas por la cuarentena. Como para los padres de Edgar era costoso y difícil viajar todos los días desde Churuguara hasta Coro para llevarle la comida y los medicamentos, decidieron mudarse para estar más cerca y atender mejor todo lo que su hijo necesitara.

El papá de Edgar le llevaba todos los días las pastillas hasta la cárcel, pero los medicamentos no siempre llegaban a tiempo a sus manos.

Entonces Edgar se quedaba en blanco.

“Con ese teatro no saldrás de aquí”, le gritaban algunos carceleros.

Él se refugiaba en la fe. Esa misma a la que su madre se ha aferrado durante años buscando su curación. También acudía al recuerdo de su pequeña hija de 3 años. Pensar en ella lo hacía sentir libre, lo alejaba por momentos de la perenne tristeza que sentía.

 

El 30 de junio de 2020, luego de 71 días preso, Edgar fue excarcelado con régimen de presentación cada 45 días. Ocurrió luego de que el doctor Juan Carlos Robert, jefe del área de psiquiatría del Hospital de Coro, refrendó su condición clínica en el informe forense solicitado por el tribunal.

Un mes después de su liberación, supo que en un futuro juicio podía ser condenado a una pena de 10 a 20 años de prisión. Recordó entonces lo terrible que era la cárcel y a algunos de sus compañeros de celda rapándose el cabello o cortándose el cuerpo como protesta.

Se metió en su cuarto, tomó varias pastillas y comenzó a sentir que le faltaba el aire. Sus padres lo encontraron a tiempo y lograron que le hicieran un lavado estomacal de inmediato. Por la posibilidad de ese juicio, también ha tenido ataques de pánico y delirios de persecución. Pero su fe en Dios y los medicamentos lo han ayudado a liberarse de esa cárcel emocional en la que a veces se siente.

Heredó de su papá la creatividad artística y trata de sacarle provecho. Ahora, viviendo en Coro junto a sus padres y su hija, conjuga el diseño gráfico con un negocio donde vende queso.

Edgar es muy consciente de su condición psiquiátrica porque ha entendido que reconocer su enfermedad puede ayudarle y ayudar a otros que tienen sus mismos padecimientos y, como él, se sienten incomprendidos. Por eso le gusta contar su historia, darla a conocer.

Y claro, en otras circunstancias, le gustaría volver a ejercer el derecho.


 

Esta historia historia forma parte de La Emergencia Silenciosa, un proyecto editorial desarrollado por la red de narradores de La Vida de Nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante

Texto cedido a Diario La Nación por

La vida de nos

 

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