Francisco Corsica
Para nadie debería ser un secreto a estas alturas que nuestro país está repleto de contrastes. Como dice aquella hermosa canción: «soy desierto, selva, nieve y volcán». Y es verdad. En pocos territorios conviven tantos ecosistemas distintos como en el nuestro. Así somos: variopintos en más de un sentido. Una de esas abismales diferencias es la brecha socioeconómica presente en el seno de la población venezolana.
Revisemos un par de datos sugerentes al respecto. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) realizada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), la pobreza disminuyó casi 15% en un año. En un primer momento, es una buena noticia. Sin embargo, su estudio sugiere que aumentó la desigualdad social el año pasado. Es decir, para ellos, los más ricos ven crecer cada vez más sus ganancias, mientras que los más pobres las ven reducirse.
Cosas que suceden, ¿no? Por lo visto, el crecimiento económico es importante, sin llegar a ser suficiente para recuperar aquella sociedad pujante que fuimos en un pasado no muy distante. Hace falta, entre otras, desarrollo y educación para que la gente pueda vivir bien y valerse por sí misma. Otro asunto llamativo y del cual no he visto que haya sido abordado por algún medio de comunicación recientemente es el cierre de algunos bodegones a lo largo y ancho del territorio nacional.
Los llamados «bodegones», que en su momento fueron la primicia para un país con una baja capacidad adquisitiva y una escasez crónica de productos de primera necesidad, al día de hoy forman parte de la realidad económica del venezolano. Si la carencia fue la norma general de aquellos días, con estos establecimientos lo es la abundancia de bienes y la competencia de precios. Al día de hoy son tantos que ya aparecen hasta en la sopa.
De eso, precisamente, es de lo que vamos a hablar. Inicialmente eran exclusivos y se contaban con los dedos de una mano; luego pasaron a ser concurridos y se multiplicaron como conejos. Para darles una idea, en la cuadra en la que vivo existen aproximadamente siete, entre grandes y pequeños. Insisto, nos referimos a una sola cuadra, no a un municipio entero. No quiero imaginarme cuántos existen en otras calles, urbanizaciones y ciudades. Sin ser economista o experto en marketing, parece un número un poco exagerado para un área relativamente pequeña.
¿Qué ha sucedido con ellos? Han surgido tantos en estos años que pudiera decirse que saturaron el mercado. Para decirlo en términos sencillos, abrieron más de los que realmente necesitaba la demanda. Tal vez por ese motivo, en la capital de la República hemos sido testigos del cierre de varios de ellos. Sí, como lo leen: muchos han quebrado —aparentemente— y han tenido que bajar sus santamarías. Todo indica que colocar esta clase de locales no necesariamente es garantía de éxito comercial y financiero.
Pregunto, ¿En qué pensaban los inversionistas cuando decidieron que era prudente inaugurar uno nuevo con cinco o seis casi iguales al lado? ¿Qué les hizo creer que le ganarían a sus vecinos? Son preguntas difíciles de contestar. En realidad, esa tarea les corresponde a ellos. Desde este ángulo, las dos posibles causas del colapso de varios de ellos han sido la saturación, a la cual ya nos referimos un poco; y la competencia, que en unos u otros casos acabó venciendo a sus pares.
Otro posible detonante que puedo apreciar como consumidor es la diversidad prácticamente inexistente. Me explico: casi no hay bodegones distintos entre sí. Si bien a lo interno la variedad de mercancías es innegable, unos se enfocan en tecnología o electrodomésticos; otros, en medicinas; y finalmente nos topamos con los que ofrecen bienes de primera necesidad. Estos últimos representan la vasta mayoría y casi siempre su única competencia es sobre los precios. Todos repiten en sus estantes los productos nacionales e importados.
Es increíble, pero si se de este asunto en particular se trata, da igual dónde comprar. Ninguno parece haberse esforzado lo suficiente por diferenciarse de los demás. Creo que esa palabra es clave. No se diferencian entre sí. Sus productos pueden ser encontrados en casi cualquier parte y la experiencia de compra es más o menos la misma. En una sociedad tan desigual como la que ha alertado la UCAB, quienes despachen calidad al mejor precio les debería ir mejor.
Sin ser profesional de la ciencia económica, solamente digo lo que observo en un par de calles que me rodean. Nada más. Y si me pongo a recorrer Caracas, perderé la cuenta de la cantidad de locales disponibles y de los que han cerrado. En mi cuadra ya cerró uno y lo sustituyó otro que se encuentra desolado, como su antecesor. ¿Qué otra cosa se podía esperar, si su concepto es idéntico? Es como si solo le hubieran cambiado el letrero. Y lo peor es que vende exactamente lo mismo que los cinco que conviven con él en esa acera.
Hasta aquí nos trajo el río. Sin duda, los bodegones llegaron para solucionar un problema concreto que padecía Venezuela hace pocos años atrás. Además, son fuentes de empleo formal y le rinden tributos necesarios al Estado. Solo les faltaría algo de originalidad para que la competencia no arrase con unos cuantos de ellos. Esperemos que superen las adversidades y que la desaparición de algunos no le implique al país retroceder en los pasitos de tortuga que ha dado en el último par de años en materia económica.