César Pérez Vivas
La diáspora venezolana se está desbordando por América Latina y el mundo. Nuestros vecinos suramericanos comienzan a establecernos límites. Empezamos a perturbar, a alterar la vida normal de nuestros hermanos en este continente y sus Gobiernos comienzan a tomar medidas para frenar la ola humana que el Socialismo del Siglo XXI está aventando de nuestra amada Venezuela.
La devastación de nuestro país, sin que haya ocurrido un fenómeno natural, constituye la principal causa que ha forzado a millones de compatriotas a emigrar hacia otras latitudes en búsqueda de seguridad, empleo, alimentos, medicinas y servicios, que el chavismo destruyó y hoy nos niega.
La puerta franca que hemos tenido durante más de un siglo, en casi todo el mundo, y en especial en América Latina, se está cerrando.
De la política de puertas abiertas, estamos pasando a restricciones que crecerán, en la medida que no logremos superar la tragedia presente.
De los discursos de bienvenida y solidaridad, vamos mutando al discurso de la preocupación por el creciente número de compatriotas en cada país.
Discurso edulcorado bajo la expresión de: “la migración ordenada”, hasta las negativas que rechazan ya la presencia de ciudadanos venezolanos en sus predios.
Los Gobiernos del continente están comenzando a exigirnos una visa para ingresar a su territorio, requisito que antes no teníamos.
La torpe política de integración y relación con nuestros vecinos, de Chávez y Maduro, nos fue apartando de los mecanismos de integración, garantes del libre tránsito de los ciudadanos por el continente.
Los acuerdos de movilidad humana de la Comunidad Andina de Naciones y Mercosur han dejado de tener vigencia, por autoexclusión. Tal circunstancia facilita más la implementación de medidas restrictivas para nuestra circulación por el continente.
Lejos ya están aquellos tiempos cuando con nuestra cédula de identidad, convertida en Cédula Andina, podíamos visitar cinco naciones, sin necesidad de pasaporte y mucho menos de visa.
La cruda realidad del presente ya nos obliga a presentar el pasaporte y a tramitar una visa. Luego vendrá una política de restricción en el otorgamiento de las visas. Una política de mayor control por parte de nuestros vecinos.
Esos controles van a ir incrementándose en la medida que nosotros sigamos padeciendo este cáncer metastásico, que es el madurismo. Patología derivada del chavismo-castrismo. Sistemas políticos generadores de las mayores estampidas humanas que haya conocido este continente en su historia.
Cierto es que en estos años, en el desarrollo de la catástrofe humanitaria, nuestros vecinos han mostrado su mejor rostro, han otorgado cobijo a nuestros hermanos, han cumplido el mandamiento evangélico de ofrecer “comida, vestido y techo” al peregrino.
Todo tiene un límite.
Ha sido tan brutal la estampida humanitaria creada por la barbarie roja, que estamos sobrepasando la capacidad de tolerancia de nuestros vecinos.
Colombia ya registra la presencia en su territorio de más de 1.4 millones de compatriotas. Por supuesto que en su inmensa y maravillosa geografía caben todos, y 100 veces más. Pero lo que se resiente es la capacidad de ofrecer trabajo digno, servicios de salud y educación, alimentación y vivienda para todos. Sobre todo, porque nuestra nación hermana y vecina tiene sus propios problemas de pobreza y exclusión, ahora incrementados sensiblemente con la masiva presencia de venezolanos.
Igual ocurre con nuestros vecinos más al Sur, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y Uruguay. O con las vecinas islas del Caribe.
Más allá de los límites físicos, materiales o financieros que el problema genera, están los de orden social y cultural.
Ciertamente, nuestra población ha sido en este continente de las mejores educadas, con buenos niveles de integración familiar y social.
Muchos de nuestros mejores hombres y mujeres, desde la perspectiva técnica, científica y humanística, se nos ha ido. También densos sectores de la población trabajadora.
Sectores trabajadores empobrecidos que desesperadamente buscan una oportunidad para preservar en algo su calidad de vida, y ayudar desde el exterior al resto de su empobrecida familia que queda en suelo venezolano.
Es menester aceptar que al lado de ese contingente bueno (la inmensa mayoría), también han migrado sectores del hampa y personas vinculadas a comportamientos moral y jurídicamente reprochables.
Si bien es cierto que estos sectores son minoritarios, también es cierto que son los que causan el mayor ruido y producen un efecto social y político demoledor a la imagen del ser venezolano.
Trabajadores empobrecidos, más los pequeños sectores antisociales, terminan formando un grupo social rechazado en el vecindario. No por venezolanos, rechazados por su pobreza.
Es lo que en la pasada Semana Santa, en un café de Bogotá, me refirió el sociólogo, amigo y paisano Tulio Hernández, como el nuevo fenómeno de la aprofobia.
Palabra de reciente incorporación a nuestra lengua, producida por la filósofa española Adela Cortina.
La pobreza es, sin duda alguna, un drama que conmueve nuestra sensibilidad. Pero también es un hecho social que afecta la convivencia pacífica y sana de cualquier sociedad.
La aprofobia está tomando cuerpo en la vida social y política de varios países.
En Colombia se conocen manifestaciones de rechazo. En Ecuador ha habido manifestaciones violentas contra grupos de venezolanos. En Chile el Gobierno debate, en medio de la irrupción del fenómeno venezolano, una nueva política migratoria, que tiene a nuestra diáspora como un elemento casuístico de primera mano.
La Iglesia católica chilena, a través de la Vicaría de los Derechos Humanos y de Cáritas, ha ofrecido el pasado 31 de Julio de 2019 un comunicado donde pide “misericordia” para los venezolanos que están en la frontera con Perú, pugnando por ingresar a su territorio.
Este fenómeno aprofóbico nos obliga a trabajar en conjunto con las organizaciones de la diáspora, y con los gobiernos democráticos del continente, para buscar un nivel de tolerancia por más tiempo, hasta que nosotros recuperemos la democracia, y con ella iniciar el proceso de reconstrucción espiritual, familiar, ético, institucional y económico de nuestra nación.
Aquí se abre una nueva tarea para el liderazgo democrático. (César Pérez Vivas)