Regional

¿A quién se le ocurriría viajar en pleno apagón?

24 de febrero de 2020

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Al amanecer del 13 de marzo de 2019, cuando en Mérida todavía no había cesado el primer apagón nacional que había comenzado siete días antes, a la periodista y profesora Nilsa Gulfo la llamaron desde Maracaibo para avisarle que su hermano Guillermo acababa de fallecer. Despedirlo se le convirtió en una dolorosa carrera de obstáculos sobre la que cuenta en este relato testimonial


Fotos: Álbum familiar

Nilsa Gulfo

La Vida de Nos

El 7 de marzo de 2019 nos desconectaron del mundo. En medio del apagón nacional, el primero de no sé cuantos que hubo a lo largo de ese año, sentíamos que las horas transcurrían lentas, muy lentas, demasiado lentas. Pasaban los días y seguíamos aislados sin saber exactamente qué ocurría más allá de nuestro perímetro. Una de mis preocupaciones era que se me dañara la comida.

Cinco días después, al amanecer del 13 de marzo, todavía sin electricidad, me dispuse a tratar de salvar unas verduras que tenía en la nevera. En eso estaba cuando recibí una llamada desde Maracaibo, la ciudad en la que crecí. Era mi hermana Nelis para avisarme que nuestro hermano Guillermo, quien vivía allá, acababa de morir.

Sentí que estaba presa en una pesadilla. Mientras entre sollozos mi hermana intentaba darme algunos detalles de lo sucedido, mi mente se quedó en blanco. Dicen que la mente tarda en asimilar las pérdidas.

Con el impacto de la noticia, metí unas pocas cosas en un morral y salí de la casa como quien va para una guerra.

Durante el apagón mi hermano sufrió un desmayo y fue ingresado al Hospital Universitario de Maracaibo, el único centro médico de esa ciudad que contaba con planta eléctrica para un paciente que requería ser tratado en una Unidad de Cuidados Intensivos. Que era su caso. Allí intentaron operarlo de un aparente tumor en la cabeza y fue cuando murió. En realidad, el diagnóstico no se llegó a comprobar debido al rápido desenlace.

Sabía que se me haría muy difícil, en medio del caos que reinaba, encontrar transporte hasta Maracaibo. Estábamos a unas 8 horas de camino y a unos 450 kilómetros desde Mérida. Las noticias que nos llegaban, a través de los vecinos, era que la ciudad estaba desolada y que las calles, llenas de oscuridad, se habían tornado muy inseguras. La noche anterior nos habíamos enterado del saqueo de la farmacia donde trabajaba una vecina y varios comercios estaban destruidos. Aun con mucha incertidumbre, me enrumbé al terminal de Mérida, gracias a que un vecino me llevó en su vehículo. Cuando llegué, el solitario terminal me recordó a la mañana de un primero de enero.

Contrario a lo que me imaginé, pude tomar un carro por puesto que atravesaría el Páramo hasta Valera, una pequeña ciudad del vecino estado Trujillo. El conductor, que se dio cuenta de mi urgencia por viajar, me cobró en dólares. En Valera me encontraría con mi mamá. Ella estaba viviendo desde comienzos de año allá con mi hermana Cristina, quien la recibió en su casa porque Maracaibo— con sus cortes de electricidad y agua corriente— había dejado de ser una ciudad apta para una señora mayor. Con ellas y mi cuñado, en un carro de la familia, seguiríamos al Zulia.

Sentada en la parte trasera del carro, envuelta en una tristeza profunda, comencé a recordar muchas cosas. Fue como si mi mente hubiese echado a rodar una película de tantos momentos junto a mi familia. Junto a mi hermano. Mi infancia en Maracaibo, esa ciudad que dejé hace más de 20 años para hacer mi carrera periodística en Mérida, pero que nunca he olvidado: cada diciembre vuelvo para pasar el fin de año con mi gente. Se me vino a la mente el último 31 de diciembre, apenas unos meses atrás. Recordé a mi hermano Guillermo bailando, riéndose y haciendo una de las cosas que más le gustaba: comer.

Recordé la última conversación que tuvimos en persona. Estábamos sentados en la cama de mi mamá. Hablamos de sus problemas, de lo rebelde que estaba su hija adolescente y sobre todo de las ganas de que las cosas cambiaran para bien de su salud. Al final se paró y dijo su frase acostumbrada: “¡Pero pa´ lante!”. Y después salió del cuarto rumbo a la cocina haciéndole caso a mi mamá que lo llamó porque la cena estaba lista. Lo recordé alejándose lentamente, con el bastón que comenzó a usar luego del Accidente Cerebro Vascular que sufrió seis años atrás.

Hablé por última vez con Guillermo a finales de febrero. Fue una conversación rápida, mientras lo llevaban rumbo al hospital, de emergencia, con dolor de cabeza. Me dijo que no tenía ganas de probar bocado, pero me prometió que comería un poquito. Creo que lo dijo para tranquilizarme cuando notó mi insistencia. Luego de que lo atendieron, lo llevaron a casa. El reporte de mis hermanos a la semana siguiente era que había mejoría. Que tenía un virus. Y que hacían maromas para conseguirle las medicinas que —para un paciente como él, que había sufrido un ACV y había sido operado del corazón— eran difíciles de hallar.

En los días siguientes las comunicaciones fallaban mucho, así que tuve que conformarme con algunos mensajes de texto que intercambié con mis otros hermanos para saber de Guillermo. Hasta que el 7 de marzo a las 5:00 de la tarde llegó el apagón y se extinguió por varios días la señal telefónica.

En Mérida la gente salía a tratar de abastecerse en los pocos mercados y abastos abiertos. Muchos protestaban. Al tercer día comenzaron los saqueos. Como los conflictos estaban focalizados muy cerca de donde vivimos en el centro de Mérida, mis dos hijos, mi esposo y yo nos fuimos a la casa de mis suegros. En esa zona apartada de la ciudad nos sentíamos a salvo.

Llegué a Valera a eso de las 2:30 de la tarde. Sentí que el viaje fue muy largo. Cuando nos urge llegar a alguna parte pareciera que se cruzan todos los troncos en el camino, pensé. El terminal estaba tan desolado como el de Mérida. Allí estaba esperándome mi gente.

Rosina, mi mamá, aun no sabía la mala noticia. Solo habían dicho que Guillermo estaba hospitalizado. Pero al verla, la noté triste, muy triste. Aunque a decir verdad ese semblante menguado no la ha abandonado desde que mi papá murió hace siete años.

Sin decir nada, durante un rato, nos abrazamos.

Mihija, ¿cómo estás? —me preguntó finalmente.

No me atreví a mirarla. Yo tenía la cara empapada de mis lágrimas. Solo la abracé más fuerte.

—Bien Má´—le dije, tragando fuerte.

No podíamos decirle una noticia así de golpe porque desde que en diciembre de 2017 sufrió un ACV, tenía problemas con la tensión.

Eran cerca de las 4:00 de la tarde. Nos montamos en el carro y seguimos a Maracaibo: atravesamos la carretera Lara-Zulia, esa inmensa e inconclusa autopista de más de 280 kilómetros, que comienza en Barquisimeto y culmina en el puente sobre el Lago de Maracaibo. La carretera estaba sola y oscura. A veces cerraba los ojos. Daba igual tenerlos abiertos que cerrados. En la parte de atrás, donde iba con mi mamá y mi otra hermana, era poco lo que se divisaba. Ya era de noche.

Cuando faltaba escasamente una hora para llegar a Maracaibo, nos enteramos, por un mensaje de texto, que la funeraria donde estaban velando a mi hermano la cerrarían a las 9:00 de la noche. Iban a ser las 8:00 y aún faltaba camino. Eso nos deshizo el plan que habíamos trazado que consistía en llevar a mi mamá a la casa para darle la noticia allí. No había tiempo. Cruzamos el puente sobre el Lago en medio de un silencio abrumador, sabiendo que iríamos directo al funeral.

Mi mamá me agarraba fuerte la mano. Como si sospechara.

La autopista Circunvalación 1 es la que recibe a quienes llegan a la ciudad a través del Puente Rafael Urdaneta. Habíamos recorrido unos kilómetros cuando mi cuñado detuvo el vehículo en una esquina. Giró la cabeza hacia atrás y le habló suavemente a mi mamá.

—Señora Rosina…

Hizo un silencio.

—…Nos acaban de avisar que Guillermo murió.

Mi mamá, que tenía problemas de audición, me miró, confundida.

—¿Qué dijo? —me preguntó.

Ma´, dice que Guillermo murió.

—Lo sabía —dijo y se tapó la cara con las manos.

Y empezó a llorar.

Su llanto no cesó.

Llegamos a la funeraria. Era tan pequeña, tan diminuta. Pero parecía que éramos afortunados porque era uno de los pocos sitios donde había electricidad. Quizás su cercanía con el Hospital Universitario le daba ese beneficio.

En medio de la única capilla de la funeraria estaba el ataúd de mi hermano Guillermo. Vi alrededor. A lo lejos vi a su esposa abrazada a sus dos hijas. Ya mis hermanos Luis, Nelis y Noraida nos habían alcanzado en la puerta de la funeraria.

Hasta la sala llego mi mamá. Hacía mucho tiempo que no la veía caminar tan de prisa. Eran las 8:50 de la noche y ya iban a cerrar.

Allí estuvo llorando en silencio hasta que anunciaron que debíamos irnos.

Y también en silencio nos fuimos a casa.

A unas cuadras, en la avenida la Limpia, había disturbios y saqueos.

Al día siguiente fue el entierro. Rápido. Porque Maracaibo, a la 1:00 de la tarde, no es buen momento para estar al aire libre. Ni siquiera si se trataba del sepelio de un ser querido: había sol, mucho sol, demasiado sol. A ratos soplaba una brisa que era un bálsamo. Un señor que no conocíamos empezó a rezar el Rosario. Nadie se lo pidió, pero él lo hizo. Después me di cuenta de que era su negocio. Al terminar estiró la mano diciendo: “Ayúdenme con lo que puedan”.

Después de la ceremonia nos fuimos.

¿Cómo todo cambia tan rápido? ¿Cómo es que un día estás en Mérida, tratando de salvar las poquitas verduras que te quedan después de seis días de apagón y al otro día estás rumbo a un fantasmagórico terminal? ¿Cómo es que despedir a mi hermano había sido una dolorosa carrera de obstáculos?

Absurdo, tras absurdo, tras absurdo, tras absurdo. El domingo 17 de marzo, sentada en la buseta que me llevaría de regreso a Mérida, mi mente repasaba todo lo que había vivido en los últimos días. Estaba cansada, exhausta.

Detrás de mí, dos señoras hablaban de lo catastrófico que había sido el apagón para ellas. Me pareció que competían  para ver cuál de las dos había perdido más. Una le comentó a la otra que se le había hecho difícil viajar de Maracaibo a Mérida a buscar a su hijo.

—¡Chica!, ¿pero a quién se le ocurriría viajar en pleno apagón?

—Pues a mí —les respondí mentalmente y volví a sumergirme en mis recuerdos.


Esta historia fue cedida por el sitio web La Vida de Nos y forma parte de su Semillero de Narradores https://www.lavidadenos.com/la-vida-de-nos-itinerante-universitaria/

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