Hace cinco años se produjo el cierre del paso de vehículos entre Colombia y Venezuela, por decisión del Ejecutivo venezolano; pero esto no implicó la extinción absoluta de una ruta comercial que, más que debilitarse, cobró otros ímpetus y otras características, aun en sus momentos más álgidos de conflictos bilaterales y medidas gubernamentales, siendo uno de ellos este crítico trance de cuarentena, que propiamente trascendió lo económico y lo político.
Una ruta comercial que ya no va en hileras de tráileres, sino en una bolsa de mano, al hombro o en carretilla. El tránsito de vehículos dio paso a una marejada humana que se ha movilizado por la relativa seguridad de los puentes internacionales, o por la incertidumbre de las trochas, que ni las más recelosas limitaciones alrededor del tema de la pandemia han reducido a cero. Todo bajo la vigilancia, supervisión y expectativa de oscuras fuerzas en las que lo “regular e irregular” mantienen un extraño contubernio, en el que la complicidad se sostiene en pro del bien colectivo, en el que la necesidad se impone ante la legalidad.
Pese a la cuarentena
Muestra de la porfía de las “importaciones clandestinas” se ha visto durante esta cuarentena, cuando a pesar de la escasez de combustible, de los grandes obstáculos y alcabalas para acceder a la frontera desde otras partes del Táchira, del ser considerada la movilización de personas un peligro a la salud nacional, de la reducción de la disponibilidad de moneda extranjera, aún los productos colombianos se ofertan por doquier, por supuesto, no con la misma prolijidad del año pasado.
La preponderancia de la producción colombiana, y con ella la filtración del peso como moneda de transacción de uso común en el bolsillo de los tachirenses, tiene una historia por escribirse, es decir ha tenido una evolución, cubriendo episodios a los cuales jamás pensaríamos íbamos a llegar.
Y cada uno de esos episodios guardan correspondencia con cada uno de los escalones en descenso de la economía nacional, marcados por factores como la hiperinflación, la devaluación monetaria, la escasez de efectivo, el deterioro del aparato productivo nacional, e incluso la extinción de las fuentes de trabajo.
Eso ha hecho que al menos uno de cada cinco hogares tachirenses se transforme en una minibodega, en un principio constituida como alternativa al consumidor que no se podía desplazar a Colombia, y actualmente como alternativa de supervivencia.
Norma Aguirre, una de las tantas tachirenses que han convertido el frente de la casa en un expendio, dice que ya no es negocio vender víveres colombianos; pero que igual lo hace por obtener algún ingreso y, lo mejor, en los apetecidos pesos, divisa en que están cobrando tanto por mercancías como por servicios. No tiene empleo, y los pocos bonos que le puedan llegar no alcanzan para nada.
Más aún, ya el azúcar, la harina y las grasas nacionales van ocupando mayor espacio en la mesa que tiene para su trabajo, quedando el resto para lo que proviene del “otro lado”, como la harina de trigo, los productos de limpieza, cosméticos, confitería y galletería. De entre todas las marcas colombianas famosas, se ven los “Saltines”, el papel higiénico Rendy y el café Aroma, el cual se ve más aquí que en el mismo Norte de Santander; los chocolates “Rodrigo”, y las galletas XXL, a mil pesos, populares en las ventas en buseta. La leche en polvo colombiana también es muy pedida, aunque no todos tienen para desembolsillar por ella más de 20 mil pesos
—Yo ya no tengo nada más que hacer -afirma Aguirre-, y si antes de la cuarentena estaba sin empleo, ahora menos pensar en conseguir uno. Al menos, así me puedo hacer 40 mil pesitos semanales, o más, o menos porque estos días han estado duros, y también a todo el mundo le ha dado por dedicarse a esto. Igual, la gente amarra los pesos para otros gastos más importantes, o busca precios ajustados a sus presupuestos.
¿Para qué alcanzan esos cuarenta mil bolívares? Con una hiperinflación que ya no se cuenta en bolívares sino en dólares, para “medio comer”, aunque mucho más que un salario mínimo, que hoy en día equivale a un kilo de carne.
—Los que se hacen el esfuerzo de adquirirlos dicen que prefieren algunos productos colombianos porque rinden más, como pasa con el papel higiénico y el detergente. Ya cuando definitivamente no se podía bajar a Cúcuta, me abastecía en La Concordia, y a veces en el mercado de Táriba; pero con esto de que no hay ni transporte, ni gasolina, es más difícil bajar. Últimamente se nos está acercando mucho distribuidor nacional a ofrecernos al mayor; eso sí, hay que hacer la inversión en pesos o en dólares: por eso, la única manera de reponer inventario es cobrándole al cliente en esa moneda.
Es decir, aunque la producción nacional recupere el espacio perdido, eso se favorece precisamente por el movimiento de moneda extranjera; y eso, a corto plazo, no será posible, cuando incluso el sistema bancario está semiparalizado por el covid-19, por solo nombrar un factor adverso.
Historia por escribirse
El cierre de frontera ordenado por el Gobierno aparece prácticamente un año después de iniciarse el periodo más fuerte de la conflictividad política en la región. Era la época del fenómeno del “bachaquerismo”, el cual -se decía- alimentaba un contrabando de extracción, y con él una fuga de productos regulados, a tal punto que muchas marcas nacionales, impensables en nuestros anaqueles, se conseguían en Cúcuta. Incluso antes del 2015, el inversor tachirense estaba considerando, cuando no ya intentando, ampliar sus mercados hacia Norte de Santander y más allá.
Para antes del 2015, al menos al interior del Táchira, pues en las poblaciones propiamente fronteriza el escenario ha sido otro, adquirir productos colombianos era un lujo, innecesario, cuando aquí eran más baratas la mayoría de cosas, y en un vehículo particular o en un por puesto, en cuestión de dos horas, aunque las colas podían alargar los lapsos, se cruzaba sin inconvenientes la frontera.
Después del cierre de frontera, los bachaqueros, ya establecidos como oficio al cual debía invertirse un día entero frente a los supermercados, se lanzaron a la informalidad. Pero para un tórrido 2016, con un Producto Interno Bruto en -12 %, en un clima de devaluación, los productos regulados y la carestía, al menos en el estado Táchira, se compensaba con lo que se traía de Cúcuta.
En ese entonces, negociar en moneda extranjera no era legal, lo que representaba un dilema para muchos que montaron sus emprendimientos de víveres “importados”, debido a la cuestión del cambio.
—Era difícil establecer los precios por la variabilidad del bolívar, y eso incidía en la ganancia. Se comenzó a una dualidad en precios, y ya entonces si lo pagabas en bolívares salía más caro. En principio, la gente decía que “vale más, pero al menos se consigue”, y cuando se medio recuperó el aparato económico, sostenían que “igual en precio que en Venezuela o incluso un poco más económico”. En ese entonces, la aduana hubiese aprovechado para cobrar un minitributo, y así nosotros trabajar de manera más legal. Al final, el tributo quedaba en manos de los “trocheros”.
Para el 2017, el cierre de fronteras era un “formalismo” negado por una muchedumbre sobre los civilizados puentes internacionales o en sus flancos salvajes, que prácticamente se dividía en tres grupos mayores: los que iban a hacer diligencias a Cúcuta, y se apertrechaban allá; los venezolanos en diáspora, que precisamente, si coronaban un trabajo en el exterior, mandaban a sus familiares las respectivas remesas, gran parte de lo cual se quedaba en los supermercados y mayoristas del vecino país, y lo adquirido se redirigía a la reventa en el estado.
En 2018, la satanización oficial al dólar y el peso dio un giro de 180 grados y la divisa extranjera comenzó a ser recibida con los brazos abiertos. La atención mundial sobre la frontera recayó en el 2019, con un violento epílogo de protesta política en plena frontera; pero esto, ni con containers de por medio, aplacó la ruta comercial. En ese mismo año ocurría un hecho crucial: con el megaapagón de alrededor de tres días, durante el mes de marzo, sin puntos de compra, ni efectivo; el peso colombiano adquirió una supremacía como patrón de cambio, que apenas si la cuarentena, y sus rudas restricciones, un hecho circunstancial, han desafiado.
Freddy Omar Durán