Reportajes y Especiales

Marca la trama de la escasez el diario vivir de los tachirenses

11 de enero de 2020

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La decadencia del servicio del gas en el Táchira escribe sus propias páginas oscuras, que tuvo su momento más álgido por agosto de 2018, cuando por varios puntos de la geografía tachirense, casi en simultáneo se bloquearon vías esenciales con bombonas.

El problema de las colas de la gasolina se remonta al año 2002, en pleno paro petrolero. En ese entonces eran comprensibles las razones del desabastecimiento, y se le suponía circunstancial, y se le dijo “adiós” para más nunca regresar.

El dato…

Y para colmo de males, y como efecto colateral de las fallas en el suministro eléctrico, el silencio en las telecomunicaciones, al momento de un apagón, acentúa un estado de indefensión y desconexión tal que nos entra la angustia de no saber lo que en el mundo pasa, de cómo estén nuestros seres queridos.


Freddy Omar Durán

¿En cuestión de servicios públicos, el estado Táchira es el que ha llevado la peor parte en el triste escenario de la crisis nacional, a todos los niveles? ¿Ha sido su situación fronteriza el detonante de esta debacle o, por el contrario, ha sido el paliativo a tantas afugias?

Echar el cuento a amigos, conocidos y familiares, o a simples curiosos en el exterior, que ya no vinculan el nombre de Venezuela al próspero país de antaño, sino a las tristes historias de los pueblos sobreviventes a las peores guerras, o que han caído a los más bajos niveles de civilización, resulta motivo de asombro. Pero igual participar del mismo, a los propios connacionales, habitantes de algunos estados centrales, lleva a odiosas comparaciones que nos ubican en el piso, por no decir en la condición de parias, expiando un pecado que hasta ahora nadie nos ha explicado con claridad.

“Uy, sí, allá tenemos problemas de gasolina, pero no tenemos que esperar días en cola; o de luz, pero no se nos va 6 horas seguidas al día; es difícil conseguir gas, pero de algún modo lo obtenemos; el transporte pasa más a menudo por las paradas; no se acumula tanta basura; se puede sacar más efectivo del banco; efectuamos los trámites en las oficinas públicas sin pagar coimas, y ni la internet ni la telefonía nos fallan tanto”, es lo que por lo general nos dicen los “consentidos” del interior, o al menos los que supuestamente no llevan tanto del bulto como los “gochos”. Puede que esto sea cierto en gran parte, o puede ser puras ganas de remarcar la superioridad regional, o puede que haga parte del proceso de negación de la realidad en que a modo de consuelo han caído muchos venezolanos. Una realidad que difícil resulta inventarla, porque está a la vuelta de la esquina, porque monopoliza las conversaciones diarias, porque te aborda, así te encierres en tu casa, sin querer saber nada del mundo exterior.

Y se dice supuestamente porque el estado Táchira, si bien con tantas anomalías en sus servicios públicos, pareciera el menos vivible; es el que más recibe el caudal de la diáspora venezolana, mucha de la cual no traspasa la frontera rumbo a otros países del continente, y ha preferido, así sea de modo provisional, asentarse aquí, donde al menos “se mueve el peso, no se cobra en dólares y hay trabajo”. Cuando se refieren a “trabajo”, muchas veces no señalan al formal, al en cierta manera estable y legal, sino al de una economía subrepticia propia de la dinámica fronteriza, o de la que se aprovecha de las mismas necesidades creadas por la crisis en general.

Trama de necesidades

Lo que los tachirenses no solucionan inmediatamente en su cotidianeidad, les cae encima ipso facto como un baldado de agua fría en la cabeza, como una arremetida de un grupo comando, o una cachetada para despertarlos a la realidad. Esto da pie a las más tragicómicas escenas donde la preocupaciones por solventar cuestiones elementales se ponen por encima de otras de orden familiar, afectivo, profesional recreacional y hasta espiritual. La peor cosa es que un problema entraña otro, y muchos no se presentan por turnos, sino que se apelotonan, se confabulan para actuar simultáneamente, colocándote en los más sudorosos dilemas y los más agudos aprietos. Podría confiarse al dinero la solución; no obstante, aun cuando se cuente con cantidades suficientes, igual no te evita el trance de la angustia, en la demora, la negativa imprevista, la estafa o la humillación ante quien te ofrece, por pesos o dólares, vías rápidas de auxilio.

Una situación de desabastecimiento que ha trastocado el ambiente familiar, el más íntimo y, por supuesto, el laboral, donde se ha convertido en la excusa perfecta para faltar al trabajo, para no abrir el negocio, para no dar a tiempo respuestas a los clientes o al mismo personal, o incluso para cerrar las empresas, definitivamente o por temporadas.

“Hoy no fui o me retrasé porque me quedé en la cola de la gasolina, porque iba a llegar el gas a la casa, porque se fue la luz y no pude traerme algunas cosas, porque no tenía el efectivo para el pasaje, y debí estarme un buen rato en el banco para conseguirlo; porque la buseta no pasó o este no lo dio porque se cayó la plataforma, o porque sencillamente tanto desbarajuste me tiene al borde de una depresión”: es el alegato diario de los trabajadores.

“Hoy no abrimos o atendemos en horario reducido por los apagones; solo recibimos bolívares efectivo o moneda extranjera porque se cayó la línea; no hicimos la transferencia a las cuentas nómina por las intermitencias de internet; no producimos lo mismo, ni prestamos el mejor y oportuno servicio por… etc, etc”: es el argumento de compañías insistidas en mantenerse a flote pese a las dificultades, y ven cómo el tiempo productivo se desperdicia en horas y horas en colas, o en una odisea personal por hacerse de lo más básico.

Pero también se han constituido la coartada perfecta, y no tan honesta, para quien sencillamente ha planificado una “escapadita”, sin temor de ser descubierto infraganti.

A esos mensajes y muchos más, los emprendedores deben tapar los oídos –aun si provienen de su fuero interior- y apantallarlos con pensamientos sobre un futuro prometedor en medio de cualquier atolladero, representado par la sequía del tanque de su vehículo, o los daños que este pueda tener, la imposibilidad de movilizar personas y bienes, en las trabas burocráticas, en las privaciones dinerarias o en los ya no tan simples asuntos caseros al no contarse con eficientes fuentes de energía.

Evidentemente, todo esto ha traído afectaciones a la salud mental y física, y aunque sobre esto no hay estadísticas oficiales, bastaría con realizar una encuesta entre la población para saber cuántas personas el año pasado –entre las cuales se puede incluir al informante- ha conocido con complicaciones en su salud, que pudieron haber hasta acarreado la incapacidad laboral o el deceso, y pedirles que comparen esas cifras con las de otras épocas. Pero en una región donde hasta la recolecta de datos estadísticos ha sido limitada, difícilmente al respecto se encontrarán datos confiables de estos últimos cinco años.

Una historia borrada

¿Y hemos sobrevivido?, se preguntará alguien desde el exterior, ajeno a este tipo de tribulaciones; así como algunas vez nos preguntamos cómo hacían los cubanos para surfear las olas de “felicidad”. La respuesta contundente es “sí”; y lo hemos logrado con ingenio, poniéndole  al mal tiempo buena cara, aprovechando al máximo –por encima muchas veces de los apagones energéticos y comunicacionales- los medios tecnológicos, a través de los cuales, accediendo a redes sociales, obtenemos información, nos ponemos en contacto con quienes nos pueden facilitar las cosas o sencillamente, encontramos la manera de desahogarnos o entrar en el entedimiento de esto que está ocurriendo, y el pronóstico del mismo para los próximos días.

Lo malo de vivir en la inmediatez es que la historia se nos borra de la mente. Para muchos, el silencio oficial de las causas, en nada lo compensa el saber de los orígenes. Pero están equivocados, pues precisamente en estos se ubican las claves de las soluciones y las responsabilidades compartidas.Tan capturados estamos por el presente que nos hemos olvidado de la progresividad de la crisis, como si todo hubiese acaecido de repente y ni cuenta nos dimos.

El problema de las colas de la gasolina se remonta al año 2002, en pleno paro petrolero. En ese entonces eran comprensibles las razones del desabastecimiento, y se le suponía circunstancial, y se le dijo “adiós” para más nunca regresar. No solo no fue así, sino que ha tomado dimensiones dramáticas; y de las incomodidades de aguardar algunas horas, impidiendo cumplir algunos compromisos, pasamos, cayendo a sus niveles más críticos en estos últimos cuatro años, al día entero, sorprendiéndonos el amanecer, luego a varios días en que nos las arreglabamos para alternar con el hogar y el trabajo, hasta llegar a casi una semana, en la cual hemos convertido los automóviles en casas rodantes.

Siempre se han adjudicado estas colas al contrabando, pues no se entiende que la cantidad de gasolina que se dice llega al Táchira, con menos vehículos, supere a la de muchos estados. Pero de ahí a que las sospechas siempre recaigan en los conductores, quienes son los que deben bajo sol, sereno y lluvia aguardar interminables horas, no sería justo. Además de que una vez clausurado el paso de vehículos entre Colombia y Venezuela, el desabastecimiento, en vez de bajar haya empeorado, se constituye en otro dato digno de análisis. Más aún, y como producto mismo del desabastecimiento, en el estado ha proliferado un mercado negro, en el que por una pimpina de gasolina se llegó a pedir hasta 80 mil pesos, sin bajarse de la raya de los 30 mil pesos.

Pdvsa, la Gobernación u organismos ad hoc han intentado las más diversas soluciones: gasolineras con precios internacionales, identificación digital de los vehículos (los famosos Tag), infinidad de censos (con y sin Carnet de la Patria), sistemas automatizados de venta, restricciones de abastecimiento de acuerdo al terminal de las placas. Y hasta el día de hoy –y serán los hechos, más que las palabras, lo que refuten esta afirmación- nada ha funcionado y, por el contrario, se siente que se va a peor.

La decadencia del servicio del gas en el Táchira escribe sus propias páginas oscuras, que tuvo su momento más álgido por agosto de 2018, cuando por varios puntos de la geografía tachirense, casi en simultáneo se bloquearon vías esenciales con bombonas. Por esa misma época fueron las colas en las plantas de llenado y distribución para adquirir el producto, con la imposibilidad de muchos de trasladarse allá. En un principio, las protestas fueron aplacadas cuando milagrosamente aparecían los camiones para medio satisfacer la demanda. Hoy en día, las demandas son inútiles, así como inútil es acercarse a los puntos de atención de Pdvsa-Gas Comunal, y la gente debe conformarse con que se lleven la bombona de su casa, para tal vez ser regresada llena dentro de un mes…

Y por si fuera poco, en el Táchira, en 2019 se cumplía aquel refrán de “éramos muchos y la abuela dio a luz”, con la diferencia de que en vez de luz, nos dio oscuridad.

El megapagón de marzo conllevó un programa de racionamiento de luz nacional, en el cual los estados Táchira y Zulia han cargado el mayor peso sobre sus hombros, con apagones de 6 horas, iniciando 2020.

Cuando creíamos que nuestros desasosiegos se mitigarían distrayéndonos con la televisión, la radio o la internet, los cortes de luz vinieron para causar un efecto contrario, hundiéndonos en el aburrimiento; cuando creíamos que si al menos faltaba el gas, cocinaríamos con cocina eléctrica, al menos confiábamos que lo ya preparado estaría bien resguardado en la nevera, los cortes de luz trajeron prácticamente una emergencia alimentaria, no quedando más que volver a los tiempos de la abuela, para cocinar a leña, y comprar lo suficiente –aunque ya en este sentido la deprimida economía venezolana había tomado algunas decisiones- para evitar la pudrición de algunos productos.

Y para colmo de males, y como efecto colateral de las fallas en el suministro eléctrico, el silencio en las telecomunicaciones, al momento de un apagón, acentúa un estado de indefensión y desconexión tal que nos entra la angustia de no saber lo que en el mundo pasa, de cómo estén nuestros seres queridos.

Y el rosario de penurias no se queda aquí. Hay que agregar las fallas en el servicio del aseo urbano, que ha obligado a muchos usuarios en los barrios a perseguir, con la bolsa de basura al hombro, los camiones del aseo. O los problemas del transporte público, una prueba de fuego a la fortaleza física de muchos kilométricos viandantes, que junto a los cortes de luz, ha contribuido a la desolación de calles y avenidas, mucho antes de que la noche siquiera despunte, envolviendo a las principales poblaciones tachirenses en un ambiente de desamparo y parsimonia.

Sin duda alguna son muchas las historias que los tachirenses tienen que contar acerca de su experiencia en estos momentos críticos en los servicios públicos. Los lectores de La Nación pueden compartirlos con nosotros a través de… [email protected]

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